Rastros
de unos vagones perdidos
Canelones
tendrá el primer sitio de memoria del
país
concebido según los protocolos internacionales.
Por
Mariana Abreu – Brecha - 26 4 19
Foto: gentileza equipo de excavación arqueológica. |
La
investigación antropológica de un antiguo centro clandestino de tortura en
Canelones, próximo a convertirse en sitio de memoria, reafirma que la lógica
represiva de la dictadura no fue la misma en todos los rincones del país. La
formación de quienes practicaban la tortura y el vínculo entre secuestrados y
represores son algunas de las características que distinguen a Los Vagones de
los centros clandestinos de la capital.
Año
1976, faltaba poco para la primavera. Caminaba por la plaza cuando sintió el
caño del revólver en sus costillas. Dos policías vestidos de civil lo empujaron
hasta una combi y le taparon los ojos con la bufanda que llevaba. La noche
estaba fresca. Prestó atención al sentido de la marcha de la camioneta y a las
veces que doblaba, hasta que se desorientó. El vehículo se detenía a recoger a
otros como él.
No
supo dónde se encontraba hasta después de algunos días, cuando se las ingenió
para oír y ver a pesar de la capucha. Estaba secuestrado en el centro
clandestino Los Vagones, en el barrio Olímpico de Canelones. El mote guarda
relación con los vagones de tren que había en el interior de la edificación,
junto a un conjunto de celdas y otras construcciones precarias.
Eduardo
Saldombide, ahora con 65 años, vuelve a estar parado donde antes se hallaban
los vagones. “Nos tenían en un baño, todos de plantón. Cada tanto entraban,
sabíamos por el olor a cigarro, y si te habías aflojado o recostado un poco a
la pared, ya te daban. Los vagones se usaban para interrogatorios, en el
pasillo que los separaba te colgaban con las manos hacia atrás hasta que te
desmayabas”, cuenta.
Saldombide,
que era militante estudiantil y tenía 23 años cuando lo secuestraron, nunca vio
al resto de los presos con los que convivió, pero les conocía la voz. Eran
alrededor de 15; los policías los llamaban “cerdos” o “ratas de caño”.
“El
primer ablande –dice– era usarte de pelota de fútbol.” “Había un patio al que
nos llevaban cuando traían a alguien de Punta Carretas. Nos sacaban de la mano
con unos lentes sellados, para que no pudiéramos ver, y nos dejaban ahí unos
días mientras atormentaban a los compañeros que habían traído”, relata el ex
preso. También había simulacros de fusilamiento: “Te llevaban a un terreno, te
decían ‘acá vinimos a fusilarte, como ya fusilamos a tu hijo’, y te mostraban
una camiseta con manchas que parecían sangre”.
Saldombide
permaneció en Los Vagones alrededor de dos meses, hasta que fue “blanqueado” y
marchó a la cárcel procesado por “encubrimiento a la asociación subversiva”.
Sobre los días en el centro clandestino recuerda: “Nos preparábamos para
morir”.
MATERIALIDADES
REPRESIVAS.
Un
grupo de antropólogos excava y mide el predio ruinoso que contenía los vagones.
La mayoría de las estructuras de la época en que el sitio funcionó como centro
clandestino no se conserva. Reconstruir ese espacio, y entender cómo se
utilizaba y con qué intencionalidad es la tarea a la que está abocado el
equipo.
“En
Uruguay las investigaciones oficiales sobre el terrorismo de Estado están
centradas sólo en un crimen de lesa humanidad: el de los desaparecidos. Todo
aquello que no se vincula materialmente con los desaparecidos no se indaga, por
eso Los Vagones no aparecen en ninguna investigación oficial”, señala Carlos
Marín, ex integrante del Grupo de Investigación en Arqueología Forense de la
Udelar y uno de los antropólogos que trabajan en el lugar.
Más
allá de que, aun sin desaparecidos, el sitio pueda albergar pruebas que
documenten ante la justicia violaciones a los derechos humanos, el interés por
preservar Los Vagones no existió siempre. En el predio, ya entrada la
democracia, funcionó una policlínica y, cuando esta cerró, fue una intendencia
frenteamplista la que estuvo a punto de destruir el lugar. La demolición no
llegó a concretarse debido a las reivindicaciones de ex presos políticos que
habían sido secuestrados allí.
En 2016 la recién creada Secretaría de Derechos
Humanos de la comuna de Canelones se propuso hacer de Los Vagones un sitio de
memoria, en conjunto con la Asociación de Identidad, Derechos Humanos y Memoria
Canaria, Ágora, integrada por ex prisioneros políticos.
“Los
mejores lugares para contar los relatos sobre la dictadura y los crímenes de
lesa humanidad, y acercar esas historias a la gente, son los propios espacios
donde ocurrieron, esos nodos represivos que fue instalando el Estado desde una
lógica sistemática”, dice Marín.
En eso consisten los llamados “sitios de
memoria”, definidos por la ley 19.641 como lugares donde las víctimas del
terrorismo de Estado sufrieron violaciones a sus derechos humanos “por motivos
políticos, ideológicos o gremiales”, que se abren al público para la
recuperación de memorias y como forma de reparación “a las víctimas y a las
comunidades”.
“Cualquier
objeto material, un lugar, un paisaje, tiene una biografía que devela
información. Mediante el análisis de la evolución arquitectónica y
estratigráfica de Los Vagones se puede determinar cómo era la fisonomía del
espacio cuando fue centro clandestino”, explica el investigador.
El
estudio arqueológico se complementa con las memorias de las personas que se
vincularon al lugar, las de los ex prisioneros, vecinos e, incluso, las de
personas que trabajaron para la Policía. “No se llega a nada sin una mínima
colaboración de alguien que no tuviera los ojos vendados”, ilustra la directora
de la Secretaría de Derechos Humanos de la intendencia canaria, Valeria Rubino.
Hay
otros “aportes” que provienen desde los propios represores y echan luz sobre
algunas cuestiones, aun sin proponérselo. Comenta un habitante de Canelones que
cuando uno de los torturadores de Los Vagones vio la noticia sobre la
aspiración de preservar la memoria del ex centro clandestino escribió en su cuenta
de Facebook: “Por fin alguien reconoce el trabajo que hicimos por la patria”.
MATICES.
La
investigación sobre Los Vagones arribó a importantes conclusiones: “Es un
modelo totalmente distinto al de otros centros clandestinos, como el 300 Carlos
o La Tablada. Estos últimos, ubicados en Montevideo y gestionados por
militares, funcionaron en una lógica represiva mucho más sistematizada dentro
de los parámetros del Plan Cóndor. Los Vagones, gestionados por policías,1 bebe
más de la tradición represiva de la propia fuerza policial que se remonta a la
dictadura de Gabriel Terra y se aplica luego a los presos comunes”.
En
Los Vagones, a diferencia de los centros clandestinos montevideanos, la tortura
se aplicó de forma sistemática pero no sistematizada. En este sentido, el
informe preliminar del equipo de antropólogos indica: “Gracias a las
entrevistas realizadas podemos saber que los propios policías se quejaban de no
tener ni las infraestructuras ni el conocimiento especializado que tenían los
especialistas en tortura del Ejército. (…) Se ven intentos de imitar las
tecnologías represivas al uso del Plan Cóndor, pero sin la capacidad para
llevarlas a cabo. Si bien a lo largo de 1976 se amplió el baño de la pared
norte, instalando una bañera con patas para realizar el submarino, en 1975 este
se intentaba hacer con un balde de agua en el que prácticamente no cabía la
cabeza del prisionero. Del mismo modo la picana era sustituida por dos cables
pelados que se hacían sostener al detenido, pero que no estaban conectados a la
red eléctrica”.
Marín
señala que en el 300 Carlos y La Tablada los secuestrados fueron totalmente
deshumanizados, pero en el centro canario hubo “tanto torturas y bestialidad
como actos de humanidad”. Resta por investigar, dice, qué sucedió en otros
espacios represivos del Interior.
El
principal hallazgo arqueológico son los cuatro grandes bloques de hormigón que
hacían de sustento de los vagones; estos corroboran que el lugar fue preparado
para trasladar las unidades de tren y develan la clara intención de modificar
el espacio con fines represivos.
“Ha
habido una destrucción de los muros, de las celdas, de los baños, los vagones
no están (la Intendencia continúa buscándolos). Muchos centros clandestinos en
Argentina han sido destruidos para ocultar el uso que tuvieron. ¿Es el caso de
Los Vagones o la destrucción se debe a la necesidad de reutilizar el espacio?”,
pregunta Marín, quien, de todos modos, afirma: “Por muchas evidencias que
quieran borrar, la arqueología siempre va a encontrar restos que permitan
reconstruir el espacio”.
EL VECINO TORTURADOR.
La
cercanía entre los habitantes de una ciudad del interior del país, como
Canelones, es una particularidad respecto de la circunstancia montevideana.
Muchos de los policías no sólo conocían previamente a los presos políticos,
sino que, en algunos casos, eran sus vecinos, los médicos –del pueblo– o las
maestras de sus hijos.
Saldombide
y sus compañeros conocían a varios de los represores de Los Vagones desde antes
de ir a parar a ese lugar: “Nos sorprendió que hubiera gente que había jugado
al fútbol con nosotros, que había compartido con nosotros, actuando a ese
nivel”.
“Pudo
haber alguno que haya sido más benevolente con alguien que conocía, si te
habías criado con él, si te valoraba; ese a vos no te tocaba”, dice el ex
prisionero, que agrega no haber sido testigo de la empatía de los policías,
salvo cuando una guardia femenina le dio los saludos que le enviaba un
conocido.
Son
otros los testimonios, recogidos por los antropólogos, que mencionan ciertos
gestos de humanidad por parte de algunos de los represores. “Uno de los
policías viejos, pobre, con una familia numerosa, tenía una vaca y se ganaba un
sobresueldo vendiendo leche a la gente del pueblo. Él llevaba parte de esa
leche a Los Vagones para dársela a las mujeres; lo hacía a escondidas”, ilustra
Marín.
Otro caso es el de un grupo de obreros de la construcción,
sindicalistas, a quienes les permitieron hacer tareas de albañilería: “Tenían
la preparación del Partido Comunista de cómo hay que resistir, sabían que
trabajar era la mejor forma de que no los deshumanizaran. Ellos terminaron la
pared del patio de atrás y los llevaban andando hasta la cárcel para hacer
reformas, sin capucha ni esposas”.
“A
los que no conocíamos los conocimos después”, cuenta Saldombide sobre quienes
“trabajaban” en Los Vagones. A algunos se los cruza en la calle hasta el día de
hoy: “Debe de ser peor para ellos que para nosotros, ¿no? No creo que una
persona medianamente cuerda, por más que la hayan convencido de que éramos
vendepatrias, como decían ellos… Con el paso del tiempo, supongo que a alguno
le debe de remorder la conciencia”.
DONDE ANCLAR LA
MEMORIA.
El
primer paso para convertir un lugar en un espacio de memoria es documentarlo. A
ello se dedica el equipo contratado por la Intendencia de Canelones (que
incluye arqueólogos, arquitectos y museólogos) y Ágora, que ha buceado en los
archivos y recabado decenas de testimonios. Sobre la investigación se cimienta
la siguiente etapa: la creación de una propuesta arquitectónica y expositiva
para construir el sitio de memoria.
“Como
todo el proceso, la propuesta de intervención será consensuada entre el Estado
y la sociedad civil”, afirma la directora de Derechos Humanos de la
Intendencia. “Es una zona que se inunda seguido, lo que dificulta la
conservación de los materiales. Por otro lado, hay que pensar en algo que vaya
más allá de un memorial clásico, porque el lugar tiene la capacidad de contar
la historia de una forma más completa y de ser recorrido”, sostiene.
Por
el momento, se piensa en hacer de Los Vagones un museo a cielo abierto, “que
pueda funcionar sin mucho mantenimiento y recibir tanto a personas que llegan
por su cuenta como visitas guiadas”, explica Rubino, que agrega que “los sitios
de memoria no tienen que seguir una fórmula determinada, sino aprovechar las
características del entorno”.
“No
se trata de salir a buscar dos vagones iguales y hacer un falso histórico, sino
de evocarlos, de explicarlos, de reconstruirlos de forma reversible, ya sea con
tecnología 3D, sobre un papel o en una pantalla, o mediante una arquitectura
efímera, por si hay que sacarla y seguir investigando”, dice Marín, aunque
todavía no se hayan abierto causas judiciales que involucren Los Vagones.
“Es
la primera vez en Uruguay que se erige un sitio de memoria con todas las fases,
como hay que hacerlo, con la investigación histórica, arqueológica y en vínculo
con el entorno. Esto no sucedió en la Casona de Palmar (la actual sede de la
Institución Nacional de Derechos Humanos), donde primero se destruyó todo y
luego se hizo el sitio de memoria”, señala el antropólogo. “El proceso de Los
Vagones es el inverso –añade–, primero se ve cómo es el sitio y la intervención
arquitectónica se hace en función de eso.”
Años
atrás nuestro país suscribió el documento “Principios fundamentales para las
políticas públicas en materia de sitios de memoria”, del Mercosur, que
establece que el Estado debe preservar la materialidad de esos lugares como
pruebas judiciales y convertirlos en sitios de memoria, incluidas las cárceles
y los centros clandestinos. Por ello, según el investigador, el trabajo en Los
Vagones es el que más se ajusta a los protocolos internacionales.
Los
centros represivos buscaron instalar el terror también hacia el exterior de sus
muros, por eso el documento sostiene que los sitios de memoria deben vincular
tanto a los ex presos políticos como a la comunidad, que de alguna forma fue
afectada. El caso de Los Vagones es paradigmático.
La cualidad de
clandestinidad del sitio está dada por la falta de reconocimiento oficial, y no
por que la población desconociera su existencia. Además de los familiares de
las víctimas, que les llevaban allí ropa y comestibles, los vecinos debían
convivir con el centro.
Marín
alude al testimonio de un vecino que relata que de pequeño su madre lo enviaba
a buscar agua a Los Vagones, pues “en los setenta el barrio Olímpico, un barrio
pobre, no tenía calles ni agua corriente y uno de los puntos de abastecimiento
de agua estaba dentro del centro clandestino”.
El antropólogo sostiene que
existía una ambigüedad, en parte intencionada, en el vínculo con el barrio. Por
un lado, se había colocado una malla de tela negra casi sobre las casas de los
vecinos para que no tuvieran vista al sitio, pero, por el otro, se permitía que
un niño ingresara al centro clandestino en busca de agua. Testimonios de otros
vecinos de la época mencionan que los jóvenes jugaban al fútbol en los
alrededores de Los Vagones mientras los policías armados hacían guardia en la
zona.
“Si
la comunidad no se apropia del sitio –dice el investigador–, el objetivo de
preservar la memoria no se cumple.”
1. Aunque Los Vagones era gestionado por el
Departamento de Investigaciones de la Policía, se presume que respondía al
Cuartel de San Ramón. Además, existía una clara coordinación entre militares y
policías (que formaban las Fuerzas Conjuntas), y una articulación con otros
centros clandestinos administrados por militares.
Coordenadas contra el
olvido
El
centro clandestino Los Vagones funcionó en dos espacios físicos distintos, en
tiempos que aún no se pueden precisar con detalle. El primero estuvo instalado
en la antigua escuela de Policía de Canelones, desde antes del golpe de Estado
hasta 1975. El segundo, sobre cuyas ruinas se erigirá el sitio de memoria,
operó en el barrio Olímpico, en la calle Rodó y la ruta 5, desde 1975 hasta
fines de los años setenta o principios de los ochenta, según diversos
testimonios.
Los
Vagones pertenecían a la zona militar 1, que abarca Montevideo y Canelones,
departamentos que constituyeron el eje de la lucha obrera y del movimiento
estudiantil de la época. Más de cien prisioneros políticos estuvieron detenidos
en este sitio. El grueso de ellos, militantes comunistas, socialistas y
sindicalistas, permanecieron allí entre 1975 y 1976. Por estos espacios también
circularon presos sociales, aunque de ellos se tiene menos información.
Múltiples
significaciones
Los
Vagones, además de ser un sitio donde se intenta preservar la memoria, es un
hogar. Parte del predio permanece ocupado por una pareja de origen humilde con
hijos pequeños, que acordó con la Intendencia de Canelones permitir el acceso
al lugar y cuidar de él mientras aguarda ser realojada. La familia contó a
Brecha que cuando se instaló en el sitio desconocía su historia, pero que poco
a poco fue involucrándose con ella.
Como
si todo acabara siendo un círculo, el tío del joven que vive actualmente en el
ex centro clandestino fue desaparecido por la dictadura. Esta historia integra
el documental Presentes, próximo a estrenarse, y fue contada desde el interior
de los muros de Los Vagones.
La memoria del 300
Carlos
Hombres
verdes y dorados
Es
raro que haya pasto y pájaros alrededor del infierno, que el sol brille y bañe
las paredes. El galpón conocido como “infierno grande” no intimida tanto.
Los
prisioneros también lo llamaban “la fábrica”, por las máquinas que guarda hasta
el día de hoy. Los militares lo bautizaron “300 Carlos” aludiendo, se sospecha,
a un código de muerte (el número) y a Karl Marx (el nombre). Se trata del
centro clandestino de detención y tortura que funcionó durante la dictadura en
el Servicio de Material y Armamento del Ejército, próximo al Batallón 13.
Dos
uniformados escoltan a la quincena de visitantes que se desplazan por el predio
con motivo de una recorrida organizada por el Museo de la Memoria.1 El galpón
es húmedo, adentro hay más soldados y maquinaria. Cantidad de miniaturas de
bronce, indiecitos y bustos de Artigas se desparraman sobre las mesas. En un
rincón, el mate y el termo olvidado de algún oficial.
El
techo de bóveda está muy alto y el espacio también es amplio hacia los
costados. Subiendo las escaleras, están las oficinas, que antes fueron salas de
tortura. Los visitantes escuchan el relato del antropólogo que los guía y
olvidan los muñequitos dorados. Se imaginan encapuchados suspendidos en el aire
y les parece estar escuchando alaridos en lugar de pájaros.
Como
acostumbrado a la presencia de intrusos, o para matar el aburrimiento, un
soldado fija los ojos en la pantalla de su teléfono. Sus pares continúan
atendiendo en silencio cada movimiento de los visitantes, que no pueden dejar
de preguntarse qué estarán pensando esos jóvenes uniformados.
1. El museo pretende que el galpón deje de ser
utilizado para tareas militares y se convierta en un sitio de memoria que
involucre a vecinos, organizaciones e instituciones de la zona. Además, trabaja
en un circuito de memoria barrial en el entorno del lugar.
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