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domingo, 28 de abril de 2019

Rastros de unos vagones

Rastros de unos vagones perdidos

Canelones tendrá el primer sitio de memoria del

país concebido según los protocolos internacionales.


Por Mariana Abreu – Brecha  - 26 4 19

Foto: gentileza equipo de excavación arqueológica.
La investigación antropológica de un antiguo centro clandestino de tortura en Canelones, próximo a convertirse en sitio de memoria, reafirma que la lógica represiva de la dictadura no fue la misma en todos los rincones del país. La formación de quienes practicaban la tortura y el vínculo entre secuestrados y represores son algunas de las características que distinguen a Los Vagones de los centros clandestinos de la capital.

Año 1976, faltaba poco para la primavera. Caminaba por la plaza cuando sintió el caño del revólver en sus costillas. Dos policías vestidos de civil lo empujaron hasta una combi y le taparon los ojos con la bufanda que llevaba. La noche estaba fresca. Prestó atención al sentido de la marcha de la camioneta y a las veces que doblaba, hasta que se desorientó. El vehículo se detenía a recoger a otros como él.

No supo dónde se encontraba hasta después de algunos días, cuando se las ingenió para oír y ver a pesar de la capucha. Estaba secuestrado en el centro clandestino Los Vagones, en el barrio Olímpico de Canelones. El mote guarda relación con los vagones de tren que había en el interior de la edificación, junto a un conjunto de celdas y otras construcciones precarias.

Eduardo Saldombide, ahora con 65 años, vuelve a estar parado donde antes se hallaban los vagones. “Nos tenían en un baño, todos de plantón. Cada tanto entraban, sabíamos por el olor a cigarro, y si te habías aflojado o recostado un poco a la pared, ya te daban. Los vagones se usaban para interrogatorios, en el pasillo que los separaba te colgaban con las manos hacia atrás hasta que te desmayabas”, cuenta.

Saldombide, que era militante estudiantil y tenía 23 años cuando lo secuestraron, nunca vio al resto de los presos con los que convivió, pero les conocía la voz. Eran alrededor de 15; los policías los llamaban “cerdos” o “ratas de caño”.

“El primer ablande –dice– era usarte de pelota de fútbol.” “Había un patio al que nos llevaban cuando traían a alguien de Punta Carretas. Nos sacaban de la mano con unos lentes sellados, para que no pudiéramos ver, y nos dejaban ahí unos días mientras atormentaban a los compañeros que habían traído”, relata el ex preso. También había simulacros de fusilamiento: “Te llevaban a un terreno, te decían ‘acá vinimos a fusilarte, como ya fusilamos a tu hijo’, y te mostraban una camiseta con manchas que parecían sangre”.

Saldombide permaneció en Los Vagones alrededor de dos meses, hasta que fue “blanqueado” y marchó a la cárcel procesado por “encubrimiento a la asociación subversiva”. Sobre los días en el centro clandestino recuerda: “Nos preparábamos para morir”.

MATERIALIDADES REPRESIVAS.

Un grupo de antropólogos excava y mide el predio ruinoso que contenía los vagones. La mayoría de las estructuras de la época en que el sitio funcionó como centro clandestino no se conserva. Reconstruir ese espacio, y entender cómo se utilizaba y con qué intencionalidad es la tarea a la que está abocado el equipo.

“En Uruguay las investigaciones oficiales sobre el terrorismo de Estado están centradas sólo en un crimen de lesa humanidad: el de los desaparecidos. Todo aquello que no se vincula materialmente con los desaparecidos no se indaga, por eso Los Vagones no aparecen en ninguna investigación oficial”, señala Carlos Marín, ex integrante del Grupo de Investigación en Arqueología Forense de la Udelar y uno de los antropólogos que trabajan en el lugar.

Más allá de que, aun sin desaparecidos, el sitio pueda albergar pruebas que documenten ante la justicia violaciones a los derechos humanos, el interés por preservar Los Vagones no existió siempre. En el predio, ya entrada la democracia, funcionó una policlínica y, cuando esta cerró, fue una intendencia frenteamplista la que estuvo a punto de destruir el lugar. La demolición no llegó a concretarse debido a las reivindicaciones de ex presos políticos que habían sido secuestrados allí. 

En 2016 la recién creada Secretaría de Derechos Humanos de la comuna de Canelones se propuso hacer de Los Vagones un sitio de memoria, en conjunto con la Asociación de Identidad, Derechos Humanos y Memoria Canaria, Ágora, integrada por ex prisioneros políticos.

“Los mejores lugares para contar los relatos sobre la dictadura y los crímenes de lesa humanidad, y acercar esas historias a la gente, son los propios espacios donde ocurrieron, esos nodos represivos que fue instalando el Estado desde una lógica sistemática”, dice Marín. 

En eso consisten los llamados “sitios de memoria”, definidos por la ley 19.641 como lugares donde las víctimas del terrorismo de Estado sufrieron violaciones a sus derechos humanos “por motivos políticos, ideológicos o gremiales”, que se abren al público para la recuperación de memorias y como forma de reparación “a las víctimas y a las comunidades”.

“Cualquier objeto material, un lugar, un paisaje, tiene una biografía que devela información. Mediante el análisis de la evolución arquitectónica y estratigráfica de Los Vagones se puede determinar cómo era la fisonomía del espacio cuando fue centro clandestino”, explica el investigador.

El estudio arqueológico se complementa con las memorias de las personas que se vincularon al lugar, las de los ex prisioneros, vecinos e, incluso, las de personas que trabajaron para la Policía. “No se llega a nada sin una mínima colaboración de alguien que no tuviera los ojos vendados”, ilustra la directora de la Secretaría de Derechos Humanos de la intendencia canaria, Valeria Rubino.

Hay otros “aportes” que provienen desde los propios represores y echan luz sobre algunas cuestiones, aun sin proponérselo. Comenta un habitante de Canelones que cuando uno de los torturadores de Los Vagones vio la noticia sobre la aspiración de preservar la memoria del ex centro clandestino escribió en su cuenta de Facebook: “Por fin alguien reconoce el trabajo que hicimos por la patria”.

MATICES.

La investigación sobre Los Vagones arribó a importantes conclusiones: “Es un modelo totalmente distinto al de otros centros clandestinos, como el 300 Carlos o La Tablada. Estos últimos, ubicados en Montevideo y gestionados por militares, funcionaron en una lógica represiva mucho más sistematizada dentro de los parámetros del Plan Cóndor. Los Vagones, gestionados por policías,1 bebe más de la tradición represiva de la propia fuerza policial que se remonta a la dictadura de Gabriel Terra y se aplica luego a los presos comunes”.

En Los Vagones, a diferencia de los centros clandestinos montevideanos, la tortura se aplicó de forma sistemática pero no sistematizada. En este sentido, el informe preliminar del equipo de antropólogos indica: “Gracias a las entrevistas realizadas podemos saber que los propios policías se quejaban de no tener ni las infraestructuras ni el conocimiento especializado que tenían los especialistas en tortura del Ejército. (…) Se ven intentos de imitar las tecnologías represivas al uso del Plan Cóndor, pero sin la capacidad para llevarlas a cabo. Si bien a lo largo de 1976 se amplió el baño de la pared norte, instalando una bañera con patas para realizar el submarino, en 1975 este se intentaba hacer con un balde de agua en el que prácticamente no cabía la cabeza del prisionero. Del mismo modo la picana era sustituida por dos cables pelados que se hacían sostener al detenido, pero que no estaban conectados a la red eléctrica”.

Marín señala que en el 300 Carlos y La Tablada los secuestrados fueron totalmente deshumanizados, pero en el centro canario hubo “tanto torturas y bestialidad como actos de humanidad”. Resta por investigar, dice, qué sucedió en otros espacios represivos del Interior.

El principal hallazgo arqueológico son los cuatro grandes bloques de hormigón que hacían de sustento de los vagones; estos corroboran que el lugar fue preparado para trasladar las unidades de tren y develan la clara intención de modificar el espacio con fines represivos.

“Ha habido una destrucción de los muros, de las celdas, de los baños, los vagones no están (la Intendencia continúa buscándolos). Muchos centros clandestinos en Argentina han sido destruidos para ocultar el uso que tuvieron. ¿Es el caso de Los Vagones o la destrucción se debe a la necesidad de reutilizar el espacio?”, pregunta Marín, quien, de todos modos, afirma: “Por muchas evidencias que quieran borrar, la arqueología siempre va a encontrar restos que permitan reconstruir el espacio”.

EL VECINO TORTURADOR.

La cercanía entre los habitantes de una ciudad del interior del país, como Canelones, es una particularidad respecto de la circunstancia montevideana. Muchos de los policías no sólo conocían previamente a los presos políticos, sino que, en algunos casos, eran sus vecinos, los médicos –del pueblo– o las maestras de sus hijos.

Saldombide y sus compañeros conocían a varios de los represores de Los Vagones desde antes de ir a parar a ese lugar: “Nos sorprendió que hubiera gente que había jugado al fútbol con nosotros, que había compartido con nosotros, actuando a ese nivel”.

“Pudo haber alguno que haya sido más benevolente con alguien que conocía, si te habías criado con él, si te valoraba; ese a vos no te tocaba”, dice el ex prisionero, que agrega no haber sido testigo de la empatía de los policías, salvo cuando una guardia femenina le dio los saludos que le enviaba un conocido.

Son otros los testimonios, recogidos por los antropólogos, que mencionan ciertos gestos de humanidad por parte de algunos de los represores. “Uno de los policías viejos, pobre, con una familia numerosa, tenía una vaca y se ganaba un sobresueldo vendiendo leche a la gente del pueblo. Él llevaba parte de esa leche a Los Vagones para dársela a las mujeres; lo hacía a escondidas”, ilustra Marín. 

Otro caso es el de un grupo de obreros de la construcción, sindicalistas, a quienes les permitieron hacer tareas de albañilería: “Tenían la preparación del Partido Comunista de cómo hay que resistir, sabían que trabajar era la mejor forma de que no los deshumanizaran. Ellos terminaron la pared del patio de atrás y los llevaban andando hasta la cárcel para hacer reformas, sin capucha ni esposas”.

“A los que no conocíamos los conocimos después”, cuenta Saldombide sobre quienes “trabajaban” en Los Vagones. A algunos se los cruza en la calle hasta el día de hoy: “Debe de ser peor para ellos que para nosotros, ¿no? No creo que una persona medianamente cuerda, por más que la hayan convencido de que éramos vendepatrias, como decían ellos… Con el paso del tiempo, supongo que a alguno le debe de remorder la conciencia”.

DONDE ANCLAR LA MEMORIA.

El primer paso para convertir un lugar en un espacio de memoria es documentarlo. A ello se dedica el equipo contratado por la Intendencia de Canelones (que incluye arqueólogos, arquitectos y museólogos) y Ágora, que ha buceado en los archivos y recabado decenas de testimonios. Sobre la investigación se cimienta la siguiente etapa: la creación de una propuesta arquitectónica y expositiva para construir el sitio de memoria.

“Como todo el proceso, la propuesta de intervención será consensuada entre el Estado y la sociedad civil”, afirma la directora de Derechos Humanos de la Intendencia. “Es una zona que se inunda seguido, lo que dificulta la conservación de los materiales. Por otro lado, hay que pensar en algo que vaya más allá de un memorial clásico, porque el lugar tiene la capacidad de contar la historia de una forma más completa y de ser recorrido”, sostiene.

Por el momento, se piensa en hacer de Los Vagones un museo a cielo abierto, “que pueda funcionar sin mucho mantenimiento y recibir tanto a personas que llegan por su cuenta como visitas guiadas”, explica Rubino, que agrega que “los sitios de memoria no tienen que seguir una fórmula determinada, sino aprovechar las características del entorno”.

“No se trata de salir a buscar dos vagones iguales y hacer un falso histórico, sino de evocarlos, de explicarlos, de reconstruirlos de forma reversible, ya sea con tecnología 3D, sobre un papel o en una pantalla, o mediante una arquitectura efímera, por si hay que sacarla y seguir investigando”, dice Marín, aunque todavía no se hayan abierto causas judiciales que involucren Los Vagones.

“Es la primera vez en Uruguay que se erige un sitio de memoria con todas las fases, como hay que hacerlo, con la investigación histórica, arqueológica y en vínculo con el entorno. Esto no sucedió en la Casona de Palmar (la actual sede de la Institución Nacional de Derechos Humanos), donde primero se destruyó todo y luego se hizo el sitio de memoria”, señala el antropólogo. “El proceso de Los Vagones es el inverso –añade–, primero se ve cómo es el sitio y la intervención arquitectónica se hace en función de eso.”

Años atrás nuestro país suscribió el documento “Principios fundamentales para las políticas públicas en materia de sitios de memoria”, del Mercosur, que establece que el Estado debe preservar la materialidad de esos lugares como pruebas judiciales y convertirlos en sitios de memoria, incluidas las cárceles y los centros clandestinos. Por ello, según el investigador, el trabajo en Los Vagones es el que más se ajusta a los protocolos internacionales.

Los centros represivos buscaron instalar el terror también hacia el exterior de sus muros, por eso el documento sostiene que los sitios de memoria deben vincular tanto a los ex presos políticos como a la comunidad, que de alguna forma fue afectada. El caso de Los Vagones es paradigmático. 

La cualidad de clandestinidad del sitio está dada por la falta de reconocimiento oficial, y no por que la población desconociera su existencia. Además de los familiares de las víctimas, que les llevaban allí ropa y comestibles, los vecinos debían convivir con el centro.

Marín alude al testimonio de un vecino que relata que de pequeño su madre lo enviaba a buscar agua a Los Vagones, pues “en los setenta el barrio Olímpico, un barrio pobre, no tenía calles ni agua corriente y uno de los puntos de abastecimiento de agua estaba dentro del centro clandestino”. 

El antropólogo sostiene que existía una ambigüedad, en parte intencionada, en el vínculo con el barrio. Por un lado, se había colocado una malla de tela negra casi sobre las casas de los vecinos para que no tuvieran vista al sitio, pero, por el otro, se permitía que un niño ingresara al centro clandestino en busca de agua. Testimonios de otros vecinos de la época mencionan que los jóvenes jugaban al fútbol en los alrededores de Los Vagones mientras los policías armados hacían guardia en la zona.

“Si la comunidad no se apropia del sitio –dice el investigador–, el objetivo de preservar la memoria no se cumple.”

1.   Aunque Los Vagones era gestionado por el Departamento de Investigaciones de la Policía, se presume que respondía al Cuartel de San Ramón. Además, existía una clara coordinación entre militares y policías (que formaban las Fuerzas Conjuntas), y una articulación con otros centros clandestinos administrados por militares.

Coordenadas contra el olvido

El centro clandestino Los Vagones funcionó en dos espacios físicos distintos, en tiempos que aún no se pueden precisar con detalle. El primero estuvo instalado en la antigua escuela de Policía de Canelones, desde antes del golpe de Estado hasta 1975. El segundo, sobre cuyas ruinas se erigirá el sitio de memoria, operó en el barrio Olímpico, en la calle Rodó y la ruta 5, desde 1975 hasta fines de los años setenta o principios de los ochenta, según diversos testimonios.

Los Vagones pertenecían a la zona militar 1, que abarca Montevideo y Canelones, departamentos que constituyeron el eje de la lucha obrera y del movimiento estudiantil de la época. Más de cien prisioneros políticos estuvieron detenidos en este sitio. El grueso de ellos, militantes comunistas, socialistas y sindicalistas, permanecieron allí entre 1975 y 1976. Por estos espacios también circularon presos sociales, aunque de ellos se tiene menos información.

Múltiples significaciones

Los Vagones, además de ser un sitio donde se intenta preservar la memoria, es un hogar. Parte del predio permanece ocupado por una pareja de origen humilde con hijos pequeños, que acordó con la Intendencia de Canelones permitir el acceso al lugar y cuidar de él mientras aguarda ser realojada. La familia contó a Brecha que cuando se instaló en el sitio desconocía su historia, pero que poco a poco fue involucrándose con ella.

Como si todo acabara siendo un círculo, el tío del joven que vive actualmente en el ex centro clandestino fue desaparecido por la dictadura. Esta historia integra el documental Presentes, próximo a estrenarse, y fue contada desde el interior de los muros de Los Vagones.

La memoria del 300 Carlos

Hombres verdes y dorados

Es raro que haya pasto y pájaros alrededor del infierno, que el sol brille y bañe las paredes. El galpón conocido como “infierno grande” no intimida tanto.

Los prisioneros también lo llamaban “la fábrica”, por las máquinas que guarda hasta el día de hoy. Los militares lo bautizaron “300 Carlos” aludiendo, se sospecha, a un código de muerte (el número) y a Karl Marx (el nombre). Se trata del centro clandestino de detención y tortura que funcionó durante la dictadura en el Servicio de Material y Armamento del Ejército, próximo al Batallón 13.

Dos uniformados escoltan a la quincena de visitantes que se desplazan por el predio con motivo de una recorrida organizada por el Museo de la Memoria.1 El galpón es húmedo, adentro hay más soldados y maquinaria. Cantidad de miniaturas de bronce, indiecitos y bustos de Artigas se desparraman sobre las mesas. En un rincón, el mate y el termo olvidado de algún oficial.

El techo de bóveda está muy alto y el espacio también es amplio hacia los costados. Subiendo las escaleras, están las oficinas, que antes fueron salas de tortura. Los visitantes escuchan el relato del antropólogo que los guía y olvidan los muñequitos dorados. Se imaginan encapuchados suspendidos en el aire y les parece estar escuchando alaridos en lugar de pájaros.

Como acostumbrado a la presencia de intrusos, o para matar el aburrimiento, un soldado fija los ojos en la pantalla de su teléfono. Sus pares continúan atendiendo en silencio cada movimiento de los visitantes, que no pueden dejar de preguntarse qué estarán pensando esos jóvenes uniformados.

1.   El museo pretende que el galpón deje de ser utilizado para tareas militares y se convierta en un sitio de memoria que involucre a vecinos, organizaciones e instituciones de la zona. Además, trabaja en un circuito de memoria barrial en el entorno del lugar.
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