Durante el año 2013 la Suprema Corte de Justicia declaró
inconstitucionales varias leyes aprobadas por el Parlamento. Lo hizo actuando en
el marco del Estado de derecho que
caracteriza a la sociedad uruguaya. El hecho ha sido ampliamente difundido por
los medios de comunicación. Ha dado lugar a numerosas columnas de opinión de
talante opositor, en un año pautado por la realización de elecciones generales
y de campañas con tales propósitos.
La cobertura mediática fue empleada, incluso, en algún caso, para desvirtuar ante la opinión
pública el sentido del pronunciamiento del máximo órgano del Poder Judicial.
Nos referimos en particular al fallo en torno a la inconstitucionalidad de los
artículos 2 y 3 de la ley 18 831. Dicha norma, de gran trascendencia para la
seguridad democrática e institucional, restableció plenamente la pretensión
punitiva del Estado con respecto a las graves violaciones a los derechos
humanos cometidas durante el proceso cívico militar.
Aunque en ningún momento lo fue, con aviesas intenciones, se
ha señalado que la SCJ declaró inconstitucional la ley “interpretativa” de la
Caducidad y se ha insistido en forma machacona e insidiosa en calificarla de
ese modo. La ley 18 831 de octubre de 2011 no fue una norma interpretativa de
la Ley de Impunidad. Lo ha señalado incluso el exintegrante de dicho cuerpo, el
Dr. Leslie van Rompaey, en entrevista concedida a “Búsqueda”. Esencialmente, la
ley 18 831, en su artículo 1, restableció plenamente la pretensión punitiva del
Estado, barriendo con los obstáculos legales para el accionar de la justicia
que había impuesto la Ley de Caducidad aprobada, ante la presión de los mandos
militares y el peligro de desacato, en diciembre de 1986.
Dando cumplimiento a la sentencia de la Corte interamericana
de DDHH (CIDH) en el caso Gelman vs Uruguay, que declaró la nulidad fáctica de
la misma por contravenir resoluciones y compromisos asumidos internacionalmente
por Uruguay, con la Ley 18 831, el Parlamento procedió a restablecer la
pretensión punitiva del Estado para que la justicia pudiera desempeñar sus
cometidos específicos en el marco de las disposiciones constitucionales
vigentes.
En base al artículo 1 de la Ley 18 831, el Parlamento no sólo
restableció la pretensión punitiva para los crímenes de la dictadura sino que
al mismo tiempo devolvió la plena independencia al Poder Judicial que había
quedado supeditado al Poder Ejecutivo en base a lo dispuesto por la Ley de
Caducidad.
Desde diciembre de 1986 a octubre de 2011, en Uruguay, el
Poder Judicial no fue un poder independiente en lo referido al “pasado
reciente”. Estuvo condicionado y supeditado a las decisiones adoptadas por el
Poder Ejecutivo. Durante el período de vigencia de la Ley de Caducidad,
promovida por el Dr. Julio María Sanguinetti, no existió plenamente la
separación de poderes de acuerdo a las disposiciones constitucionales. En los
hechos prevaleció lo político sobre lo jurídico. Así lo señaló la propia SCJ en
su pronunciamiento Nº 365 de 22 de octubre de 2009 en el caso Nibia
Sabalsagaray, lo cual posibilitó el enjuiciamiento y la condena posterior del
Gral. Julio Dalmao.
Desde el momento en que la SCJ ratificó la constitucionalidad
del artículo 1 de la Ley 18 831, el Estado uruguayo no defiende más la impunidad
para los criminales, civiles y militares, de la dictadura. No existe ningún obstáculo
legal para que los magistrados de todo el país puedan instruir y procesar las denuncias que las víctimas o sus familiares
han presentado. Pueden investigar, incluso, todas las denuncias que en su
momento fueron archivadas al amparo de la Ley de Caducidad.
De acuerdo a lo dispuesto por la sentencia 365 de la SCJ de
22 de octubre de 2009, el tiempo en que estuvo vigente la Ley de Caducidad no
puede ni debe, jurídicamente hablando, computarse a los efectos del cálculo
prescripcional de los delitos. No existió en dicho tiempo un poder judicial
independiente y las víctimas, al igual que lo que sucedió durante la dictadura,
no pudieron ejercer sus legítimos derechos.
Con la mirada puesta en el futuro del país, afirmar y
profundizar hasta sus últimas consecuencias la transición democrática iniciada
en marzo de 1985, es una necesidad imperiosa de carácter estratégico, para que
los hechos no vuelvan a ocurrir. Para los expresos políticos, la Resolución
60/147 de las Naciones Unidas, aprobada por la Asamblea General, es el estándar
de calidad para evaluar el proceso vivido hasta el momento y definir los
desafíos por delante para que la libertad y la democracia tengan bases sólidas
y sustentables.
Tanto en Argentina como en Chile, hace años ya, las fuerzas
armadas han asumido ante la ciudadanía su responsabilidad por los crímenes
cometidos. La Suprema Corte de Chile ha pedido públicas disculpas por sus
omisiones durante la dictadura de Pinochet. En la actualidad, en Mendoza,
Argentina, se enjuicia públicamente a quienes desde el poder judicial
participaron de la represión. A 29 años del retorno a la institucionalidad
democrática en Uruguay, solamente un pequeño y reducido grupo de golpistas y
represores activos han sido enjuiciados
y juzgados. Protagonistas emblemáticos y públicamente conocidos del terrorismo
de Estado, dentro y fuera de fronteras, nunca han pisado una sede judicial en
el país hasta el momento. Este hecho no es una señal de fortaleza,
precisamente, del Estado de derecho ni de la plena vigencia de las
disposiciones constitucionales. Mucho menos de las normas de DDHH que son el
pilar básico de una convivencia pacífica, civilizada, enriquecedora y
gratificante.
A instancias de las organizaciones de DDHH, en el ámbito del
Ministerio del Interior se ha creado una Unidad de Investigación Especial al
servicio del poder judicial para colaborar en la investigación de las causas
vinculadas a la dictadura. Los magistrados tienen las manos libres para actuar,
para investigar, esclarecer y sancionar. Para afirmar la justicia y la
democracia.
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Opinando Nº 4 – Año 3 – Martes 25 de febrero de 2014