La muerte del general Miguel Dalmao, procesado y
condenado a 28 años de prisión por el asesinato de Nibia Sabalsagaray en junio
de 1974, ha permitido el florecimiento de una acotada campaña de exculpación del
occiso que incluye, naturalmente, a sus compañeros de armas y amigos, pero que
se extiende a algunos medios de prensa y sus más destacados columnistas, que no
dudan en calificar a Dalmao como un “botín” y a su muerte como una “llaga en el
Estado de Derecho”.
Caras y caretas - 11 1 15 - Por Leandro Grille
En la hipótesis sobre la que asientan sus reflexiones, Miguel Dalmao no
pudo haber sido responsable del asesinato de Nibia porque, en primer lugar, no
se habría probado que Nibia fuera asesinada y, en caso de que así sucediera,
sería improbable que Dalmao, que era un joven alférez en ese momento, haya
tenido la responsabilidad sobre su muerte. Habida cuenta, entonces, del
conjunto de lo no probado y el conjunto de lo improbable –abunda ese tipo de
aseveraciones matemáticas en los artículos de marras–, cabe concluir, para sus
autores, que Miguel Ángel Dalmao fue preso por ser el “botín más preciado” del
Partido Comunista, o que todas las actuaciones judiciales vinculadas a los
delitos cometidos por el terrorismo de Estado, incluida esta, han tenido un “tufo
a revancha”. Entre los allegados a Dalmao, sobre todo militares, en actividad o
en retiro, hay quienes señalan complotados a jueces, fiscales y organizaciones
de derechos humanos para sentenciar sin pruebas o con argumento fragilísimos,
pasando por arriba incluso del derecho de los victimarios a un juicio justo.
Pero volviendo a los periodistas, la frase final de la nota de Gabriel Pereyra
en El Observador conviene citarla íntegra: “La
dictadura militar quedará como una dolorosa mancha en la historia de la
democracia uruguaya. La forma en que procedió la politizada Justicia con
algunas consecuencias de aquella dictadura, será otra mancha más en la historia
del Estado de Derecho, cuya solidez se mide no sólo por la forma en que protege
el derecho de las víctimas, sino también, y sobre todo, el de los victimarios”.
Veamos. Es más fácil escribir una nota que leer todo el expediente
judicial que abre paso a una condena o dar seguimiento a todos los testimonios
que se producen en torno a una causa a lo largo de los años. Pero no debemos
olvidar que el mentado Estado de Derecho reserva la función de administración
de justicia al Poder Judicial y si bien los dictámenes en todos los ámbitos,
especialmente en el ámbito penal, siempre serán motivo de polémica, las
resoluciones judiciales deben ser apeladas formalmente ante tribunales
superiores del propio poder, que para eso existen varias instancias antes de
considerarse una cosa juzgada. En ese marco, los textos más o menos
inculpatorios o las monumentales y encendidas defensas de los condenados en la
palestra pública pueden cumplir una función política o constituir testimonios
éticos insoslayables, pero de ningún modo deben erigirse por encima del poder
público ni sustituir a los que tienen la responsabilidad constitucional de
juzgar. En un Estado de Derecho que se precie, el grito de la tribuna es
simplemente eso: grito de la tribuna, nada más y nada menos.
Si uno se toma el trabajo de estudiar el caso de Nibia Sabalsagaray, lo
primero que salta a las claras es que Miguel Ángel Dalmao tuvo algo que ver con
su muerte. Por lo menos, algo que ver. Nadie puede pasar por alto que era él
quien ejercía, esa fatídica madrugada, la jefatura de la unidad antisubversiva
en el batallón de transmisiones número 1, suplantando a su jefe, que estaba
sancionado. Él, por alférez que fuera, era oficial del S2 a cargo ese día, y
además fue él, Dalmao, el que firmó el informe militar en que se da cuenta del
presunto suicidio de Nibia. Las inconsistencias sobre la versión del suicidio son
múltiples y para aclarar el caso se tomaron diversidad de testimonios,
participaron innumerables peritos y actuaron cuatro fiscales y cinco jueces,
incluyendo fiscales penales, de corte, jueces penal, de apelaciones y una jueza
más que es la que determina la condena. En todos los casos, coinciden con
señalar la responsabilidad en el grado de coautores tanto del extinto general
Dalmao como del coronel retirado Chialanza, que era el jefe del batallón en ese
momento, y cuyos procesamientos fueran dictaminados en 2010, luego de que la
Suprema Corte de Justicia decretó la inconstitucionalidad de la ley de
caducidad para ese caso.
No tiene sentido ahondar en los detalles que surgen del expediente.
Cualquiera puede leerlo. Pero hay que contestar crudamente a los que se
obstinan en situar el procesamiento con prisión de Dalmao, y hasta su posterior
muerte –como si la muerte natural de Dalmao fuera una parte constitutiva de una
sentencia y no un hecho natural acaecido mientras cumplía su condena–, como una
“llaga en el Estado de Derecho” o como el fruto de una conspiración, un
negociado o un ánimo de revancha caprichoso. Todo el mundo puede tener la
opinión que quiera sobre lo que pudo suceder o no esa noche, pero resulta
innegable que si Dalmao no fue el autor del interrogatorio –verbigracia,
apremio y tortura física y psicológica– y homicidio de Nibia, sí estuvo
directamente implicado en la fragua intelectual de una versión de suicidio que
no ocurrió jamás, porque Nibia Sabalsagaray no se suicidó, y ese invento, y su
posterior propagación formal, resultan especialmente infamantes para con la
memoria de una joven militante, profesora de literatura recién egresada, a
punto de casarse con su compañero, a la que quisieron matar dos veces: la una
directamente, y la otra, atribuyéndole incluso la autoría de su propia muerte.
La verdadera llaga en el Estado de Derecho desde el retorno de la
democracia es y ha sido la impunidad. La ley de impunidad ha permitido que no
se juzgara a nadie durante más de treinta años y, cuando por fin pudo abrirse
una puerta para que ingresara la Justicia, los militares y ex militares se han
comportado como una cuerpo mafioso supeditado a un juramento de omertà. Esa
práctica de ocultamiento le cabe también al general Dalmao, y quizá ha sido tan
o más responsable de su castigo que cualquiera de las pericias. Si Dalmao no lo
hizo, si no cometió el asesinato de Nibia, entonces protegió hasta el último
instante de su vida a quienes sí lo hicieron. Su declaración por escrito a la
Justicia y, en especial, su rectificación posterior, cuando las pruebas se
acumulaban en su contra, son tremendamente incriminadoras. Casi no dejan lugar
a dudas.
Se podrá discutir siempre si Marcos Carámbula podía, como estudiante
al borde del egreso, constatar científicamente que Nibia no se había suicidado,
pero lo que hizo fue un acto valiente, sumamente valiente, y profundamente
honesto. Lo que él vio exactamente, el tipo de heridas que tenía Nibia, la
marca en su cuello, eran incompatibles con un suicidio, y además las recordó –y
las siguió recordando toda su vida– y se las relató al doctor Julio Arzuaga,
profesor titular de Medicina Legal, decano de la Facultad, que fue contundente
y le dijo que eso que Carámbula relataba no era un suicidio. Pero no se puede
discutir que fue “ablandada” primero, apuntándole con focos de una camioneta al
borde de un foso –de eso hay hasta testigos militares, que no fueron llevados a
declarar por los abogados de la familia de Nibia, sino que concurrieron motu
proprio–, que fue interrogada –y eso siempre incluía torturas– después, y que
fue una muerte violenta.
Si finalmente Miguel Ángel Dalmao no la mató, entonces encubrió. Pero si
fuera cierto que le dieron la orden de que firmara el informe militar de la
muerte de Nibia, debió decir ante la Justicia quién le dio esa orden. Y si, por
una peregrina circunstancia, finalmente no sólo no participó del
interrogatorio, la tortura y la muerte de Nibia, y apenas firmó un papel que
contenía el informe oficial de un “suicidio” en el cuartel sin ni siquiera
haber leído lo que decía el informe y sin poder recordar haber firmado lo que
firmó –algo absolutamente inexplicable para un joven alférez pero “experto” en
“interrogatorios”, con curso aprobado de lucha antisubversiva en la Escuela de
Las Américas en Panamá y titular del S2 de inteligencia militar en el hoy
batallón de comunicaciones número 1–, entonces los que lo hicieron, los
militares que dieron la orden, que fraguaron el informe y que asesinaron a
Nibia son los verdaderos complotados, los verdaderos corruptos. Y, además,
traidores a su propio subalterno –entonces– y, en apariencia, amigo hasta el
día de su muerte, que permitieron que un camarada, que era inocente, muriera
condenado por un crimen que no había cometido.
Los
militares de la época pueden escribir a Búsqueda o expresarse en el entierro con
dureza, y decir, haciéndose los guapos, que buscarán venganza contra fiscales y
jueces, pero a la hora de la hora protegen su pellejo y están dispuestos a que
cualquier perejil se pudra tras las rejas sin hacerse cargo de lo que hicieron.
No son guapos, nunca lo fueron; lo que hicieron fue de bestias y de cobardes, y
siguen siendo bestias y cobardes hasta el día de hoy, por eso cacarean donde
pueden, pero no asumen sus crímenes, no reconocen sus actos y, si efectivamente
Dalmao no fue coautor y murió preso, habrá sido por culpa de la pusilanimidad
de sus camaradas, que prefirieron no hacerse cargo.
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