La Diaria - 13 de abril de
2019 | Editorial
Las actas del Tribunal de
Honor del Ejército que juzgó las conductas de José Nino Gavazzo, Luis Maurente
y Jorge Silveira distan mucho de ser una lectura amena y, como dice la
tradicional advertencia, contienen pasajes que pueden herir la sensibilidad. De
todos modos, resultan muy útiles, porque revelan el punto de vista de los
generales que integraron ese tribunal. Un punto de vista que, a casi 35 años
del regreso de la democracia, sólo cabe considerar preocupante.
Desde que los militares
comenzaron a participar en la “lucha antisubversiva”, y por supuesto luego del
golpe de Estado, es clarísimo que las Fuerzas Armadas cometieron numerosas y
graves violaciones de los derechos humanos. Los propios mandos han reconocido
en varias oportunidades que hubo, entre otros crímenes, asesinatos y
desapariciones forzadas. También es clarísimo que un grupo de oficiales, entre
ellos Gavazzo, Silveira y Maurente, tuvo a su cargo gran parte de las acciones
en las que se cometieron esos delitos. Esto lo deben saber los generales que
integraron el Tribunal de Honor, y si no lo supieran les bastaría, para
enterarse, con consultar documentos oficiales y públicos del Ejército.
También deben saber bien
los generales que, si muchas responsabilidades directas e indirectas no fueron
establecidas aún, es porque los culpables y otras personas han mantenido,
durante décadas, la decisión de callar o mentir ante la Justicia. Esto no sólo
determina que se mantengan impunes muchos crímenes, sino también la posibilidad
de que por algunos de ellos se haya producido –o vaya a producirse– la condena
de personas que no los cometieron. O sea, lo único que los generales
dictaminaron que afectaba el honor de los sometidos a la evaluación del
tribunal, pero sólo en los casos de Gavazzo y Silveira, y en relación con un
solo delito.
En vez de asumir los datos
de la realidad, los generales procedieron en forma burocrática. Se refugiaron
en que “la imposibilidad de reconstruir” lo que sucedió hace décadas es un
hecho consumado, y en que, desde el punto de vista reglamentario, debían actuar
con independencia de los fallos del Poder Judicial y en función de sus propias
convicciones, inspiradas “en el sentimiento del honor y el deber”.
Da la impresión de que
entre tales convicciones hay algunas muy malsanas. Quizá la convicción de que
todo lo actuado en la “lucha antisubversiva” fue necesario y justo, o por lo
menos excusable como daño colateral en una presunta guerra. Quizá la convicción
de que la Ley de Caducidad fue la solución correcta, que hay que mantener
aunque esa infame norma ya no rija. Quizá la convicción de que, como el enemigo
miente y el sistema judicial es un instrumento de venganza, se puede hacer de
cuenta que no hay delitos probados o que es inviable la identificación de
autores.
No debería ser posible que
alguien con tales convicciones llegara al máximo grado en el Ejército. Que
pueda suceder deja en evidencia la magnitud de las omisiones a la hora de
redefinir, con criterios democráticos, la formación y la doctrina de las
Fuerzas Armadas. Otra tarea pendiente para el “nunca más”.
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(*) La difusión de la
presente nota periodística es meramente de carácter informativo y no supone ningún
grado de aceptación y/o compromiso con los conceptos, juicios o comentarios que
en la misma se formulan.
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