La aprobación de la Declaración del Estado de Guerra Interno
el 15 de abril de 1972 por parte del Parlamento marcó el comienzo de una nueva
fase de la escalada represiva en
Uruguay. El asalto a la Seccional 20 del Partido Comunista en la noche del
domingo 16 fue una señal premonitoria de los tiempos oscuros que se avecinaban
en el país.
Mediante la creación
de un mecanismo no previsto en Constitución vigente, a instancias del Poder
Ejecutivo presidido por Juan María Bordaberry, se suspendieron las garantías individuales y se consagró la
intervención de la Justicia Militar desplazando al Poder Judicial de sus
cometidos. Inicialmente lo fue para el
juzgamiento de las personas que fueran detenidas por las Fuerzas Conjuntas en su plan de aniquilamiento y
destrucción de los grupos armados aunque posteriormente se extendería a toda la
oposición.
Las fuerzas armadas y la policía política, supeditada
operativamente a ellas, obtuvieron una autorización tácita para
institucionalizar y potenciar al máximo nivel las torturas a los detenidos que
ya se practicaban en forma habitual.
El desplazamiento del Poder Judicial para juzgar a los
detenidos supuso una gravísima alteración del orden institucional y del estado de Derecho. La justicia militar, una
instancia prevista para juzgar exclusivamente
a los miembros de las fuerzas
armadas, no era un órgano autónomo e
independiente. Era una instancia administrativa supeditada jerárquicamente a los
mandos militares que ya planificaban el golpe de Estado desde mucho tiempo
atrás, como ha quedado documentado.
La intervención de la Justicia Militar supuso la eliminación
de las disposiciones constitucionales para detener a las personas: semiplena
prueba, in fragranti delito o por orden escrita del juez competente. Además
eliminó los plazos legales para la comparecencia ante un juez de los detenidos.
El empleo de la Justicia Militar fue un atropello a la
institucionalidad democrática, al Estado de derecho, al sistema republicano de
gobierno. Pretendió darle un manto de
legalidad al plan represivo de quienes se apropiarían del Estado y lo gobernarían hasta el 1º de
marzo de 1985.
La detención masiva de ciudadanos, incluyendo menores y
adolescentes, la aplicación de torturas en forma sistemática y metódica, la
prisión prolongada en terribles
condiciones de reclusión, fue la metodología deliberadamente seleccionada en
Uruguay para destruir a las organizaciones políticas, sindicales, gremiales,
culturales o individualmente, que se oponían al proyecto de país que se
implementó en el marco de una estrategia
continental de dominación diseñada en EEUU.
Con escasas excepciones, los más de 6.000 ciudadanos puestos a disposición de los tribunales
militares desde el 15 de abril de 1972, fueron torturados brutalmente:
plantones durante días, semanas y meses,
encapuchados y atados, privados del sueño, de alimentación y atención médica,
sin contacto con sus familiares o el mundo exterior, desaparecidos, sometidos a
palizas y golpizas constantes y
permanentes, a sesiones de submarino, de tacho, choques eléctricos, colgadas y
cuanta bestialidad se les ocurriera a los ejecutores de tales interrogatorios,
incluyendo los abusos sexuales y las violaciones.
Los jueces sumariantes de la Justicia Militar integraban los
equipos de interrogatorios. En promedio,
los detenidos en Uruguay, durante el terrorismo de Estado, permanecieron incomunicados
100 días antes de ser sometidos ante un juez formal, sin asistencia legal de
ningún tipo. Todas las declaraciones de los sometidos a la Justicia Militar
fueron realizadas en las salas de tortura que funcionaban en todos los
cuarteles y centros represivos de la policía en todo el país.
Todos los procesados por la justicia militar, incluidos
menores de edad, lo fueron en base a testimonios propios o de terceros
obtenidos en sesiones de tortura. En una sociedad democrática, libre de los
valores y de la cultura propia de la impunidad, dichas declaraciones son nulas
y sin ningún valor para siempre. Son testimonios documentales del horror que
padecieron miles de compatriotas. Todas las personas que comparecieron ante
tribunales militares sufrieron gravísimas violaciones a sus derechos humanos y
son víctimas directas del terrorismo de Estado.
Sólo mentes enfermas de terrorismo estatal pueden invocar
dichas actas y confesiones para intentar desacreditar públicamente a un
ciudadano. O ciudadana.
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Opinando Nº 4 – Año 4 - Viernes 17 de abril de 2015