Diálogo
con ex presas políticas a propósito de los encierros de ayer y hoy.
Por
Ana Laura de Giorgi (*) y María Olivera
Brecha
– 22 de mayo de 2020
Imagen
del proyecto Sujetas Sujetadas. Mujeres y Memoria en el Terrorismo de Estado
/ Foto: Fcs, Fic, Udelar
Participan Lilián
Celiberti, Liliana Pertuy, Cristina Ramírez y Antonia Yáñez
Días atrás, las
integrantes de un taller virtual de feminismos del sur transitaron la lectura
de Mi habitación, mi celda,1 de Lilián Celiberti, ex presa política, que una
participante definió, en el espacio de intercambio, como “un testimonio del
encierro en el encierro”. Esto se tradujo en la hipótesis de que, aunque la
palabra de ahora sea “confinamiento” o una expresión mucho más amigable, como
“quedate en casa”, la sensación de ahogo y encierro se extendió bastante en las
últimas semanas, sobre todo para quienes debieron, y pudieron, permanecer en
sus casas.
Esta nota es una
invitación a pensar de forma conjunta, entre mujeres, sobre nuestros encierros,
los de los tiempos del terrorismo de Estado, los de la emergencia sanitaria y
los otros más generales de nuestra condición de mujeres. Por eso, de alguna
manera, se volvió urgente conversar con aquellas que transitaron una larga
peripecia carcelaria y conocen sobradamente de encierros y de los modos de
resistirlos para pensar desde esas experiencias. Conocen lo que esos encierros
demandan de resistencia, como también las posibilidades de abrir ámbitos de
reflexión y aquellas que se cancelan en términos de rebeldía. Algunas
preocupaciones coincidieron con las de nuestras interlocutoras, otras abrieron
nuevos caminos de reflexión.
Tal vez es algo obvio que
los encierros no son todos iguales, pero en estos últimos tiempos se volvió
inevitable que todo se tamizara por ahí: el hogar como un encierro, el hogar
como una cárcel, las bromas sobre la libertad y la salida, las lecturas en el
taller con las compañeras. Lo primero, entonces, fue revisitar aquel encierro:
¿qué nos sucede a quienes conocemos sobre la dictadura y a quienes la sufrieron
directamente cuando hoy escuchamos de forma reiterada la palabra “encierro”?
Todos los relatos
comienzan de manera similar: no hay un encierro, pero hay uno que es el más
terrible, que es inconmensurable y casi imposible de equiparar a este. La
cárcel total, sin dudas, es la del cuartel, la del calabozo, la del aislamiento
absoluto. Lilián pasó un año y medio en un cuartel, en un calabozo, sin hablar
prácticamente con nadie, custodiada por perros.
Cristina pasó siete meses en un
cuartel en soledad absoluta. Antonia estuvo detenida en el centro clandestino
La Tablada y también pasó por varios cuarteles. Una etapa de “sólo
supervivencia, de sobrevivir 24 horas sin hablar, sin libros, ni lápices, ni
manualidades, ni nada”, de utilizar “todos los mecanismos para sostenerse en
aquellas soledades, de hacer cuentas matemáticas, de recordar música, de tocar
el acordeón sin acordeón”.
El encierro de hoy a más
de una le recuerda la clandestinidad, algo que no habíamos considerado, porque
la clandestinidad es cuidarse, es estar guardada dentro de un espacio privado
porque la salida es un riesgo. En palabras de Antonia, fue una etapa en la que
“tenías pocas salidas a la calle; cuanto menos salieras, mejor, sólo lo
imprescindible”. Liliana coincide: dice que este momento también la retrotrae
al de la clandestinidad, aunque este encierro es impuesto dentro de ciertas
condiciones y en parte es elegido con un objetivo, algo que no sucede con el
encierro total y el secuestro.
BUENAS NOCHES, COMPAÑERA
Las resistencias en y a la
cárcel sí les resuenan más en esta situación de confinamiento, porque aquellas
resistencias se tramitaron entre mujeres y dejaron un legado de aprendizaje
para el hoy. Llegar “al penal” (Punta de Rieles) es algo recordado incluso como
una “fiesta”, porque “allí estaban las compañeras”. El aislamiento absoluto se
terminaba y comenzaba otra etapa, la de resistencia en colectivo; tal vez,
justamente, lo que extrañamos nosotras hoy: a nuestras compañeras.
Ellas tienen
el recuerdo de haber hecho “el tejido”, de hablar por señas, de cantar para
aquella que estaba en el calabozo o gritarle: “Buenas noches, compañera”, de
desobedecer la prohibición de conversar y no parar de hacerlo mientras hacían
la “fajina”. Colgar los ponchos en la cuerda provocativamente del lado del
revés para mostrar el forro rojo, “mirarse de mil maneras por debajo de la
venda” y tantas otras rebeldías hacían que aquellos calabozos asilados
estuvieran “poblados de memoria”, recuerda Cristina hoy.
Se nos hizo necesario
pensar el margen para la resistencia hoy, para no pensarnos sólo confinadas,
sino también desde la microrresistencia y para descifrar en qué medida esas
experiencias se despliegan hoy nuevamente o nos muestran caminos posibles.
Encontramos que la creatividad y la productividad fueron refugios para buscar
“intersticios” en los largos encierros de la cárcel y la clandestinidad. La
radio, la música, la alimentación, el estudio son de esos refugios de ayer y
hoy.
Antonia dice haber
“recuperado la música, la música en su concepción amplia, como posibilidad de
movimiento, de energía, que permite enfrentar cosas que una no sabe qué son”.
Recuerda que la recuperó en el penal, cuando encontró a veinte mujeres con un
par de guitarras y se las arregló para anotar las canciones. Guardaba “los
papeles” y, cuando venía “la cantarola”, los sacaba y se sumaba.
Le parecía
algo “importantísimo” estar ahí. La resistencia se construye mediante la
creatividad, pero también mediante la productividad: algunas formas de
resistencia del ayer son bastante parecidas a las del hoy. Para cancelar el
encierro había que ser productivas, aprender idiomas, a bordar punto cruz, a
hacer flores de papel, enseñar a otras, como recuerda Liliana, que resiste el
confinamiento desde ese lugar: aprendiendo inglés, tomando clases de yoga, con
horarios y tareas preestablecidos, para construir una rutina de escape del
encierro. Pero también advierte que pueden configurarse, o son, “como una nueva
cárcel”.
NO TODAS LAS CÁRCELES
TIENEN REJAS
La situación de
excepcionalidad, de “anormalidad”, como se le ha llamado actualmente, ha
conducido también a pensar sobre la “normalidad”, la naturalización de
prácticas cotidianas, laborales y políticas. Desde este lugar les consultamos
para conocer cuánta reflexión pudo tramitarse en aquel encierro que interrumpió
sus vidas y sus proyectos políticos. “Cuando estamos más solos es cuando
podemos encontrarnos con nosotros mismos”, dice Cristina en una reflexión que
escribió sobre el presente recordando aquel pasado. En la cárcel se tramitó una
reflexión sobre qué les sucedía a ellos, a la sociedad, porque “la soledad te
mueve”.
La soledad no siempre se
presenta como oportunidad para pensar(se), y las condiciones de vulnerabilidad
no son las más adecuadas para eso: la reflexión no se tramita de manera
aislada. Antonia se identifica con la generación del 68, esa que “no le ponía
muchas fichas a la psicología”. Hubo mucho de ese proceso que “no pudo
aflorar”: “Porque nosotros lo limitamos a lo que llamábamos ‘lo político’, pero
era lo político y lo personal. Y el desafío era para todo. Si te quedabas atrás
en algo, la estabas pifiando: no llegabas a licuar las cuestiones más profundas
que vos traías”.
Lilián señala algo parecido: la soledad puede ser una
oportunidad para revisar lo que antes no revisamos, pero también es un
privilegio y nunca un proceso absolutamente individual. “El encierro también te
coloca frente a ti misma y a tus propios recursos, ¿no? Recursos emocionales,
afectivos, de reconstrucción de ese yo atacado, pero eso también tiene que ver
con lo que tenés acumulado de tus propias búsquedas. No está dado, no lo tiene
todo el mundo. Esas interrogantes y esas oportunidades también tienen que ver
con las experiencias de vida, con cómo estás acostumbrado a pensar
colectivamente.”
El largo proceso de
peripecia carcelaria, de una u otra forma, implicó un crecimiento,
forzadamente, sin dudas, acelerado, como cuenta Liliana, quien, al ser una
adolescente transformada en presa política, transitó abruptamente hacia la vida
adulta. Tanto Liliana como Antonia recuerdan la salida de la cárcel y el
encuentro con sus madres –no con sus padres–, a quienes encontraron
envejecidas.
Liliana se encontraba presa en el Consejo del Niño; su madre la
buscó por un sinfín de lugares hasta que dio con ella: “El día que la vi, la
abracé. Ella era más chiquita que yo. Era más chiquita que yo. Entonces ahí me
di cuenta de que yo había crecido, de que era dueña de mi vida, de mis actos, y
de que tenía, incluso, que proteger a mi madre”. Antonia recuerda algo
parecido: “Vi a mi madre y me pareció que la que había estado en un campo de
concentración había sido ella y no yo”.
A propósito de la lectura
de Mi habitación, mi celda, también conversamos sobre la condición de mujeres
como un lugar encerrado, sobre cómo se concibe esa cárcel y cómo se escapa de
ella. Lilián nos cuenta sobre el título: “¿Por qué Mi habitación, mi celda?
Porque, en realidad, quería hablar de cárceles que son las que llevamos
adentro, que tienen que ver con nuestros condicionamientos, y las cárceles
impuestas, las cárceles que son culturales, que son tu habitación normal.
Aquellas donde vivís y las que son impuestas. Entonces no todas las cárceles
son impuestas con rejas desde afuera: también están las tuyas”.
Liliana también concibe la
condición de mujer como un lugar encerrado: a las mujeres las siguen educando
para que estén encerraditas, para esa cosa de no digas mucho, no digas todo lo
que pensás, no seas escandalosa; todo el tiempo reírte y largar una carcajada
es un problema, discutir es un problema. “Hay como un envase que dice que las
mujeres tienen que ser a, be, ce, de, y vos lo aprendés. No es sólo el
confinamiento de estar en la casa, con tus tareas. Bueno, lo tuyo es el mundo
de lo privado. Pero si salías al mundo de lo público, como salimos nosotras,
como salió nuestra generación, igual tenías unos mandatos que cumplir: no
podías mostrarte de tal manera, no podías reírte así.”
Antonia también afirma
esta sensación y expresa lo complejo que es hacer un recorrido para percibir
ese encierro: “La parte más cruel del sentido del encierro es cuando estás encerrada
aunque estés acompañada. Cuando era joven, tenía la sensación de ‘a mí no me
está deteniendo nada’, aunque no era así. Había que trabajar más para advertir
dónde estaba, cómo estaba y, eventualmente, cómo ir zafando. Después vienen los
otros encierros o cuando tenés que darte cuenta de ellos, también la
posibilidad de darse cuenta. Este es todo un tema, la posibilidad de darse
cuenta. Es un fenómeno lento, muy lento, y es doloroso también”.
DESCANSAR CON COMILLAS
Desafiando lo que quizás
para algunos sea obvio (una vez más), surgió preguntar por los silencios, esos
que, aunque vacíos de gritos en sus más frías conceptualizaciones y prácticas,
contradictoriamente resuenan tanto sobre nuestros encierros de ayer y hoy.
Entonces, ¿habrá una posible lectura que nos cuente sobre el silencio ante los
crímenes de lesa humanidad y el silencio ante aquellos que hoy llenan
estadísticas sobre violencia machista o patriarcal?
“Son similares, pero
tienen construcciones diferentes”, dice Lilián. Dice también que durante el
terrorismo de Estado se construyó políticamente la sensación de “confrontación”
o de “estar en guerra” y, de esta manera, no quedó más que pensar que el
silencio estaba justificado: “Por lo tanto, cuanto menos hablar, más silenciar
los testimonios concretos, mejor”.
Sin embargo, “el silencio de la violencia de
género tiene más que ver con una minimización”, porque desarmar el patriarcado
supone un combate cultural e ideológico. “Ese encerramiento simbólico va en una
línea de otorgarles a los violentos un carácter patológico”, y es todo lo
contrario: está alimentado por la cultura de la patota del fútbol, las
masculinidades construidas desde la violencia, cosas que van más allá del
episodio concreto. “Hay un sistema que opera en pensar que es un problema
menor, y eso está construido con miles de símbolos y con la interpelación
cultural más profunda de lo que es ser hombre y mujer en esta sociedad.”
Antonia, “sin acreditarse
dentro del feminismo”, trajo una preocupación que en los movimientos feministas
se sintetiza muy bien en la consigna “feminismo en las calles, en las plazas y
en las camas”. Al preguntársele por los silencios que se desprenden tanto de la
violencia en dictadura como de la violencia patriarcal, los igualó en la
vinculación fundada en la raíz del miedo y el temor, y resaltó “lo imperdonable
de lo que se vive en una situación familiar que pasa por todo pero termina en
la noche, cuando descansamos con comillas [porque] el margen que se tiene es
mínimo”.
¿Cómo es posible
“descansar con comillas”? ¿Cómo será para las que hoy no encuentran un exilio
lejos de sus maltratadores? Para Cristina, sin dudas la contención entre
mujeres es una fuente de posibilidades para romper el silencio.
Lo fue ante el
silencio ocurrido tiempo después del encierro de ayer, del que cuenta: “En el
caso de nosotras, que estábamos más contenidas, pasaron muchos años para que
las compañeras se atrevieran a denunciar. Ese silencio prolongado fue el dolor
de todas, las que sufrieron más. Ese silencio que sufren hoy las mujeres es más
individual. Cuando hay refugios y mecanismos de contención, pueden hablar, pero
dar ese paso es muy difícil. Y son violencias muy parecidas ahí”.
SOCIALIZACIÓN DE CERCANÍA
Ahora no quedan dudas de
que, frente a “esas violencias muy parecidas”, podemos tejer posibles salidas
de los silencios del terrorismo de Estado y también de los sostenidos y
reproducidos desde los rincones más arraigados culturalmente en nuestra
sociedad.
Podemos tejer otras miradas ante la incertidumbre de lo que pasa con
nuestra historia y en nuestras casas también preguntándonos sobre esas
resistencias que pueden cancelarse hoy por el confinamiento. Podemos
preguntarle a una buena parte de las mujeres que se atrevieron –y siguen
atreviéndose– a desafiar las barreras impuestas qué marco hay, por ejemplo,
para un 20 de mayo –y tantas otras movilizaciones–, en el que no vamos a tomar
las calles, como lo hacemos tradicionalmente.
Podríamos volver a bajar
al comercio más cercano o animarnos a hablar con los vecinos, tenerlos en
cuenta a la hora de pedir ayuda a quienes vivimos en apartamentos muy pegados a
otros. Nos dice Liliana desde su propia experiencia: “Es una oportunidad de
socialización más desde la cercanía, de volver al barrio, hasta para defender
derechos como alternativa a lo que nos habíamos acostumbrado los uruguayos, a
las grandes manifestaciones, a las grandes cosas. Tal vez hay que volver a lo
cercano […]. Esas son experiencias que pueden servir: volver a mi entorno,
revincularme con mi familia, con mis vecinos”.
Lilián y Antonia
recordaron cómo la radio ya les había permitido una conexión con el mundo
exterior en los encierros de ayer y, sin embargo, hoy volvieron a sintonizar
alguna estación para conectarse con un afuera. Antonia recuerda cómo escuchaba
la radio en la clandestinidad y habla del “amor incluso por el comentarista de
fútbol”.
No era el fútbol, sino la idea de que ahí había una multitud y de que
ella conversaba con la multitud, porque, a través de la radio, formaba parte
del conjunto de la comunidad. Hoy, con más tiempo para permitirse retomar ese
viejo vínculo, vuelve a escuchar la radio y, desde ese relato, marca cómo la
ruptura de la incomunicación es un elemento positivo central frente al
encierro. En este sentido, el confinamiento de hoy es necesariamente distinto,
por la multiplicidad de vías de comunicación.
Cristina también sintió
esa “suerte” que tenemos hoy en cuanto a la variedad de mecanismos de
comunicación. Recordó el despliegue creativo que se tejió en aquel encierro que
resistió junto con sus compañeras. Pero también ve un tejido continuado entre
esa resistencia y “la de las ollas populares, la de los gurises jóvenes que
están en mil cosas, ayudando a los veteranos”, y está segura de que “la gente
que ama la vida, ama a los demás y quiere una sociedad más justa y un mundo más
lindo busca respuestas colectivas más allá de que esté sola”.
DANDO LA PUNTADA DE UNA
ABUELA QUE NO HABLÓ
“Otros esperan que
resistas, que les ayude tu alegría, que les ayude tu canción entre sus
canciones”, canta Paco Ibáñez en “Palabras para Julia”, como cantaban en el
penal de Punta de Rieles las mujeres que entrevistamos. Eso fue y sigue siendo
la música para muchas: una parte de una resistencia que empezó y no para más.
Durante las entrevistas
aparecieron los conceptos de terrorismo, encierro, confinamiento y guerra. Lo
difícil que fue, y continúa siendo, narrar y escuchar la experiencia de las
mujeres en ellos. Hace unos días, Antonia, a quien todos conocen como la
Gallega, se puso a tejer unas lanas a la espera del frío y se acordó de su
abuela en España y de cómo la recordaba en la cárcel cuando tenía que pasar
largas horas de espera.
Lo que recuerda de su abuela es el silencio sobre la
guerra civil española: “Una abuela que no habló. No se comprendía en aquella
época por qué no hablaba. Sus nueras decían que no quería”. Antonia recuerda
los silencios gestionados de la abuela y de ella, en un tiempo lejano y tal vez
también en la actualidad: “En aquella época [la dictadura] lo hice mío. El no
hablar y el procurar que no te ganaran espacios indeseables a través de esa
puntada que dabas en el aire, ¿no? Al final, estás tejiendo y estás dando la
puntada”.
Los operadores de la
impunidad hicieron tanto por imponer el silencio y, sobre todo, el olvido que
la única forma de contestarles fue irrumpir en ese silencio y tomar la palabra
para contar lo que no querían que fuera contado. Pero el silencio no es sólo la
imposibilidad de hablar: el silencio también se administra, desde el silencio
también se resiste.
La administración del silencio es una estrategia para no
revivir hechos extremadamente dolorosos, para no autovulnerarnos si sabemos que
vamos a hablar al aire, que no nos van a escuchar o no nos van a creer. Ni las
jóvenes abusadas sexualmente ni las ex presas políticas “demoran” en hablar:
administran su voz ante una justicia patriarcal y una sociedad que prefiere no
saber del tema.
Quedan ahora las preguntas
o los desafíos sobre cómo trazarnos condiciones de escucha que nos permitan
narrar lo que a veces resulta inenarrable, esas experiencias vividas durante el
terrorismo de Estado, que vuelven, como una cicatriz que sanar colectivamente y
un acto de resistencia, todos los 20 de mayo.
Queda pendiente el desafío de
ampliar las voces de las mujeres, construir genealogías propias de resistencia,
saber que debemos tomar la palabra, pero también saber que, como ese proceso
implica desafiar un orden de género que nos prefiere calladas, deberemos hacerlo
en colectivo, recuperando puntadas y desobediencias que no pudieron encerrar ni
confinar.
* Ana Laura de Giorgi y María Olivera son
parte del proyecto Sujetas Sujetadas. Mujeres y Memoria en el Terrorismo de
Estado, de la Udelar.
1. Este texto fue publicado en 1990 y
representa un hito en los relatos sobre la peripecia carcelaria elaborados por
las mujeres, porque se realiza con una voz feminista.
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