LA MEGACAUSA
SOBRE LOS CRIMENES COMETIDOS EN EL CENTRO CLANDESTINO LA PERLA
Esta semana
comenzaron a declarar los testigos en el quinto juicio oral por delitos de lesa
humanidad de Córdoba. Es el primero que involucra el robo de bebés. Las
historias de Marité Sánchez, que parió estando secuestrada, y Sonia Torres,
presidenta de Abuelas Córdoba.
Página 12 - 10 3 13 - Por Marta
Platía
En el juicio
más grande del que se tenga memoria en esta provincia, llamado también
“Menéndez III”, y el primero que se realiza aquí por robo de bebés, en sólo 15
audiencias parece haber pasado de todo: un represor se suicidó de un balazo a
pocas horas del inicio del proceso –Aldo Carlos Checchi– nada menos que adentro
de un hospital militar. El abogado defensor de cuatro imputados, Jorge Agüero
–un personaje que se hace llamar El Mesías–, acusó de “coimero” al presidente
del Tribunal, desplegó un cartel ofensivo, fue arrestado en plena sala y
terminó procesado por “injurias agravadas”.
Un gobernador, José Manuel de la
Sota, que al menos hasta ahora brilló por su ausencia, aunque no dudó en
mencionar a “los jóvenes que se enamoraron de las armas” justo el mismo día del
arranque del juicio, abonando así la teoría de los dos demonios, discurso que
le costó el repudio de las organizaciones de derechos humanos. A todo esto, los
represores con el multicondenado Luciano Benjamín Menéndez a la cabeza, seguido
por Guillermo “Nabo” Barreiro y Pedro Vergez, alias Vargas, parecen turnarse
para provocar a los familiares de las víctimas, y como toda defensa, optaron
por descalificar a los testigos y sobrevivientes de sus crímenes, llamándolos
“colaboracionistas” o, directamente, “buchones”.
De ellos, el
más locuaz e inmanejable es Vergez. Incluso para Menéndez, quien hasta los
juicios anteriores parecía llevar las riendas de su tropa, pero que en éste ha
perdido ostensiblemente su autoridad. El miércoles pasado, el represor que se
hacía llamar Vargas y se la pasa negando haber escrito el libro que se le
atribuye, se puso a cantar de alegría “viva la muerte de Chávez”. Ante la queja
del abogado querellante Miguel Ceballos, quien lo escuchó “claramente”, el juez
le ordenó silencio y les adelantó “a él y a todos los imputados” que a la
próxima indisciplina los sancionará y echará de la sala.
Una reprimenda por la
cual, al día siguiente, Menéndez dijo estar “profundamente mortificado”, ya que
aunque no se sentía aludido, “jamás en su vida alguien lo había tratado así”.
Pero, como ya ocurrió en el juicio al dictador Jorge Rafael Videla en 2010, la
mayoría de los represores prefirió refugiar sus bravuconadas y supuesta
valentía en una sala contigua con circuito cerrado de televisión no bien les
tocó declarar a las primeras testigos mujeres: la abogada querellante Marité
Sánchez, quien fue secuestrada el 24 de febrero de 1976, embarazada de siete
meses y medio; y la Abuela de Plaza de Mayo Sonia Torres.
Sánchez
recordó: “Ese día golpearon a la puerta de mi casa. Me fijé por el agujerito y
vi una persona joven, de vaqueros, y pensé que vendía algo. Cuando abrí,
empezaron a caer personas desde los techos. Dijeron que eran de la Policía
Federal. Buscaban a mi esposo. Me metieron de los pelos en un auto bordó”. La
llevaron a la sede del D2: el equivalente cordobés de la Gestapo, que
funcionaba en el Cabildo, a sólo diez pasos de la Catedral en la que por
entonces oficiaba sus misas el cardenal Raúl Francisco Primatesta. “Ahí me
vendaron y alguien me tocó la panza. ‘Pensá bien lo que vas a decir por lo que
tenés ahí adentro’”, la amenazaron. Con un arma apuntándole al bebé por nacer,
la llevaron a un pozo.
“Ahí vi a mi marido, Víctor Eduardo Ferraro. Durante la
tortura le habían marcado una esvástica en el pecho.” A Marité le pegaron
delante de él: “Me agarraron de los pelos y me dieron la cabeza contra la
pared. El gritaba que yo no tenía nada que ver, que me dejaran en paz”. Más
tarde, y después de estar desmayada y tendida sobre “una colchoneta sucia y
húmeda”, Sánchez fue trasladada a la cárcel del barrio San Martín, la UP1. Tuvo
a su hija esposada a una cama de un hospital. Su esposo también pasó por la
UP1, pero él aún permanece desaparecido.
Con los
apabullantes 83 años de quien nunca será una anciana, Sonia Torres avanzó con
paso seguro hasta la silla en la que soñaba sentarse desde hace 37 años. La
presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo filial Córdoba estuvo acompañada por la
presencia –y adhesiones por las redes sociales– de cientos de personas. “Antes
que nada –arrancó– yo me identifico como la mamá de Silvina Parodi, la segunda
madre de mi yerno, Daniel Orozco, y la abuela de mi nieto que todavía busco”,
le dijo de un tirón al juez Jaime Díaz Gavier. Y siguió: “Porque cuando se los llevaron,
no sólo a mi nieto le robaron la identidad. A mí también. Yo nunca más volví a
ser quien era: un ama de casa, una farmacéutica. Fui primero la madre que
buscaba, después la abuela que busca. Yo también perdí mi identidad”, repitió,
mirando al juez con los ojos grandes, muy abiertos, de quien necesita que no se
pierda palabra de lo que se está arrancando del alma.
Su hija
Silvina Parodi tenía sólo 20 años y estaba embarazada de seis meses y medio
cuando fue secuestrada junto a su esposo, Daniel Orozco, de 22, en la casa en
la que vivían, en el barrio Alta Córdoba de esta capital. Ambos eran
estudiantes de Ciencias Económicas y militaban en el Partido Revolucionario de
los Trabajadores (PRT).
“Fue el 26
de marzo cerca de las seis de la tarde –rememoró Sonia–. Los vecinos contaron
que los sacaron envueltos en frazadas de pies a cabeza. Eran unos nueve hombres
vestidos de civil fuertemente armados. Les dieron una paliza y a eso lo sé
porque los vecinos sintieron los aullidos de dolor y los pedidos de auxilio. A
la gente que salió a ver, les dijeron a punta de arma que entraran a sus casas,
que si no los iban a matar.”
A partir de
allí empezó el peregrinaje de Sonia Torres y su ex marido, Enrique Parodi,
quien por haber sido aviador, conocía a Juan Bautista Sasiaíñ, el entonces jefe
de la Policía Federal en Córdoba. “Con el más puro cinismo, Sasiaíñ le dijo que
esos secuestros se hacían entre los guerrilleros y con eso cerró la
entrevista.” Desesperados, recorrieron todas las cárceles, los hospitales, hasta
que supieron que estaba en la UP1. “Allí logramos que un médico amigo, un
doctor de apellido Elías, la revisara para ver cómo seguía su embarazo. Pero
eso fue fatal para él. Al día siguiente, un comando entró en el hospital de
urgencias donde estaba operando a un paciente y se lo llevaron esposado. Su
cadáver fue arrojado camino a Chacras de la Merced” en las afueras de la
ciudad.
Entre los
escombros de lo que era la modesta casa de Silvina y Daniel (“porque al día
siguiente del secuestro llegó un camión militar y se robaron todo, todo.
Dejaron sólo un mueble de cocina porque estaba empotrado en el piso”, detalló
Torres), Enrique Parodi encontró una blusa de su hija –que Sonia desplegó y
mostró amorosamente en la audiencia– y un certificado médico que les sirvió de
prueba para la búsqueda del bebé.
“Silvina había consultado al doctor Ruli esa
mañana. La fecha del nacimiento del bebé estaba fijada entre el 25 de junio y
el 5 de julio de 1976. Supimos por varios testimonios que nació. Que es un
varón. Una monja de la Casa Cuna, Asunción Medrano, le dijo a mi hija Giselle,
que era voluntaria ahí y llevaba chicos a casa los fines de semana para
cuidarlos, que no lo hiciera más. Que yo debía tener mucho trabajo con el bebé
de Silvina.” Esperanzadas, la madre, la hija y la religiosa fueron a la cárcel
de mujeres del Buen Pastor, donde sabían que Silvina estaba presa luego del
parto. La monja encargada no pudo ocultar su enojo con Medrano. Y les dijo que
no. Que Silvina ya había sido “trasladada al sur”. Que no había ningún bebé.
Sonia le escribió entonces a Menéndez, a Primatesta y hasta a Alicia Hartling
de Videla, la esposa del dictador: “Pero a ninguno se le ablandó el corazón”.
La voz de la
abuela se quebró cuando recordó a sus compañeras de camino que “ya se fueron:
Otilia Argañaraz e Irma Ramaciotti”. Con ellas y otras que no pudieron llegar
con vida a este juicio, golpearon las puertas de la jerarquía católica que
permaneció muda y hasta cómplice: “Desde el Papa (Juan Pablo II), que no nos
respondió ni hizo nada; para abajo. Ya sabíamos que había connivencia con los
militares... Yo era católica. Creía. Pero ya no”, dijo con dureza.
Sonia apuntó
también que “las Abuelas somos políticas, pero apartidarias. Sin embargo, tengo
que decir que Néstor Kirchner nos llamó a sólo un mes de asumir. ¡Con todos los
problemas que tenía...! Nos llamó. Fue la primera vez que eso nos pasaba. Nos
dijo que los derechos humanos serían una política de Estado. Y cumplió. Como
ahora lo hace la presidenta Cristina. Y a eso hay que reconocerlo”.
Antes de
abandonar la sala, Sonia Torres pareció olvidar a todos los presentes y le
habló al nieto que busca: “Nieto querido, no tengas miedo. Animate a buscarme
vos ahora. Quiero contarte todo esto desde el corazón porque no quiero que
sientas odio. Porque no se puede crecer con odio. Antes de partir te quiero
encontrar. Recrear en tu carita las caras de tus padres. Esas caras que
quedaron suspendidas en el tiempo, en unas pancartas... Cuando conozcas tu
identidad, recién ahí conocerás la libertad. Recién dejarás de ser un esclavo
de los militares. Y vos sabrás qué hacer con tu futuro”.
Batalladora
como su padre, el dirigente gremial de Luz y Fuerza Tomás Carmen Di Toffino
–principal compañero de Agustín Tosco durante el Cordobazo, que terminó derribando
el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía–, su hija Silvia, fundadora de
Hijos en Córdoba, trazó un vibrante perfil de su padre, secuestrado a los 37
años a plena luz del día cuando salía de su trabajo, en la Empresa Provincial
de Energía de Córdoba (EPEC). Silvia denunció, con un flamante documento en la
mano, hallado en el Archivo Provincial de la Memoria, “la complicidad civil con
la dictadura”.
A Tomás Di
Toffino se lo llevaron el 30 de noviembre de 1976. “Desde entonces, con mi mamá
y mis tres hermanos ya no tuvimos una vida normal. En realidad ya no lo
teníamos, porque él desde hacía tiempo que vivía clandestino para protegernos,
aunque no faltaba a trabajar.” Desde el público, su hermano menor, Agustín Di
Toffino, actual jefe de Gabinete de la Secretaría de Derechos Humanos de la
Nación, siguió cada palabra con la mirada vidriosa.
Silvia contó
entonces que supo, a través de los testimonios de algunos de los sobrevivientes
de La Perla, que su padre “al ser mayor que la media de los que allí torturaban
y mataban, casi todos veinteañeros, se portaba como un padre y ayudaba como
podía. Con una sonrisa, con una canción –cuando se relajaba la custodia–. Y
hasta jugando al ajedrez con piezas que había modelado con migas de pan”. Aun
cuando él también padecía las torturas y la inminencia de la propia muerte “en
el pozo”, como le llamaban al sitio donde los represores llevaban a los
prisioneros para fusilarlos y enterrarlos; Di Toffino no perdió nunca la
entereza. “Si hasta se bailó un tango con otra detenida, Susana Sastre (una
sobreviviente), antes de que llegara su hora, en lo que se llamó los carnavales
del ‘77.”
Quizá lo más
impactante del relato de Silvia fue la revelación de una carta escrita por
Menéndez el 16 de octubre de 1980 a un “coronel Oscar Joan”, ministro del
gobierno de facto de Adolfo Sigwald, defendiendo a capa y espada al abogado y
empresario José Luis Palazzo, de no ser “un izquierdista ni un comunista, sino
un luchador frontal y abierto (...) que logró desplazar nada menos que a los seguidores
de Tosco que infestaron la Empresa de Energía de Córdoba (EPEC)”. Palazzo era,
cuando secuestraron a Di Toffino, nada menos que el gerente de personal de la
EPEC. Con este escrito, Menéndez quería “limpiar el legajo” de quien señaló
como su “ahijado”, de “tan injusta calumnia”.
A partir de
la declaración de Silvia, el fiscal Facundo Trotta solicitó que esa
documentación se remitiera al fiscal de turno para que investigue. De esta
manera, los hijos de Di Toffino le rindieron honor a su padre, quien se fue de
La Perla “con una sonrisa y haciendo la V de la victoria en medio de la
cuadra”. Un último gesto para darles fuerza a sus compañeros de tormentos.
SILVIA
VERGARA Y EMI D’AMBRA
“Me obligaron a andar sin piel”
Marta Platía
Emilia
Ofelia Villares de D’Ambra, de 84 años, y a quien se la reconoce como Emi
D’Ambra, fue una de las primeras en entrevistarse en España con el juez
Baltasar Garzón por la desaparición de dos de sus cinco hijos: Carlos, de 23
años, quien fue visto en La Perla; y Alicia, de 21 y “tal vez embarazada”,
torturada en el Pozo de Banfield y Automotores Orletti. La Madre, y quizás
“abuela”, dio uno de los testimonios más completos y estremecedores. No sólo
por el páramo de silencio que padeció luego de sus secuestros, el 20 de
noviembre de 1976 y el 13 de julio, respectivamente, sino por la fortaleza de
la búsqueda que hizo junto a su marido. “Con mi esposo recorrimos todo. Cuando
se llevaron a Carlos le preguntamos a todo el mundo en la Terminal de Omnibus
de Córdoba, si lo habían visto. El iba a llegar desde Buenos Aires con su novia,
Sara Waitman, y venían a visitarnos a Alta Gracia. Nunca llegaron. En la
terminal, la propia policía nos dijo que había habido ‘una pinza muy grande’,
que eran del Ejército, con camiones verdes, y que se habían llevado muchísima
gente. La mayoría jóvenes. Tiempo después, supimos que Sara estaba en la cárcel
UP1. Creímos que Carlos también estaría allí. Pero supe después que pasó por La
Perla.”
Emi contó
que “en ésa época ningún abogado se animaba a presentar un hábeas corpus”, el
único que consiguieron “nos redactó uno, pero sin firmar. Mi esposo lo tipeó a
máquina en casa y lo presentamos solos”. También dijo que enfrentó a Primatesta
en una de las visitas que el cardenal hizo a Alta Gracia: “Le reproché que no
me había recibido. Se excusó y me dijo que iba a rezar por mí. Le contesté que
no necesitaba sus rezos, que sabía hacerlo sola”. Y siguió: “Mire, señor juez,
a mí la Iglesia me pateó los dientes. Nunca más creí en ellos”. Uno de los
pasajes más absurdos –y hasta hilarantes– fue cuando Emi D’Ambra le contó al
juez con admirable humor negro cómo se había comportado la Justicia de
entonces: “Logramos que alguien nos represente. Como no pudimos pagar la
segunda cuota de la tasa de justicia, porque los dos somos trabajadores de
clase media baja, un día cayó a casa una jueza de paz a embargarnos. A mí me
dio un ataque de risa. A carcajadas, me reía. Mi esposo sufría y me decía:
‘Emi, lo van a tomar a mal’. Y yo le dije a la jueza: ‘Fíjese ¿qué va a llevar?
¿La mesa? ¿El aparador? ¿Las sillas? ¿El televisor? Ustedes todavía no me ha
dado la justicia que pido, pero fueron rapidísimos para embargarnos’”, le
reprochó. La funcionaria, que había elegido el televisor, partió cabizbaja y
sin llevarse nada.
Silvia
Vergara Falik. Sin piel. Así dijo que la obligaron a andar por la vida los
represores del terrorismo de Estado. Silvia, de 38 años, es una de las dos
hijas de Herminia Falik y Rodolfo José Vergara. Ambos desaparecidos.
Su madre
fue secuestrada por una patota en la parada de un colectivo la mañana del 24 de
diciembre de 1976. “Apurados para irse a brindar con sus familias por la
Navidad –según relató una testigo a la que obligaron a ver la tortura–, la
destrozaron entre cuatro o cinco torturadores a golpes y con dos picanas
eléctricas. Para acelerarle la muerte, le tiraban baldazos de agua.” Sin
embargo, Herminia tardó en morir. Cuando la mujer que servía la miserable
comida del campo de La Perla se acercó a la sala de tortura, donde la habían
abandonado creyéndola muerta, “mi mamá abrió los ojos y le dijo gracias, porque
esta mujer la acarició”, sollozó Silvia. Ante una audiencia estremecida, la
chica les gritó a los represores que la miraban impávidos: “Ustedes me
obligaron a andar sin piel por la vida. Porque cuando uno es un bebé, como era
yo, lo único que tiene de la mamá es la voz y la piel. La mamá es la piel de un
bebé. Su protección. Yo todavía me acuerdo de su olorcito acá –dijo tocándose
el costado derecho de su propio cuello–, y de su voz. Pero la piel es todo:
ustedes me obligaron a andar con el cuerpo ardiendo, doliendo toda mi vida. A
susurrar en la escuela ‘soy hija de desaparecidos’, sin saber muy bien qué
significaba eso. No se los voy a perdonar nunca. A mi bisabuelo y a dos tíos
los mataron en Auschwitz. A mis padres en La Perla. Mi vida ha sido un sandwich
entre los dolores, las muertes, las ausencias y los desa-parecidos del
fascismo”.
El sueño de los represores
Pedro Vergez
no se priva de nada. Provocador en sesión permanente, no sólo afirma que
“jamás” torturó ni mató a nadie, y que fueron “los propios prisioneros los que
se quebraban automáticamente, cuando llegaban (a La Perla) y veían que sus
compañeros que creían muertos o héroes estaban vivos y se ofrecían para
interrogar a los que caían”; sino que de vez en cuando parece divertirse
ridiculizando a sus otrora jefes. Mientras se quejaba ante el Tribunal de la
estrechez de las camas de la prisión de Bouwer, donde está alojado, no sólo
contó que él sueña mucho “y me caigo a cada rato”; sino que mirándole la nuca
canosa al ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército reveló: “Eso también le pasó al
general Menéndez: que se cayó de la cama y se rompió el párpado”. Menéndez no
pudo con su fastidio. Furioso se revolvió en su silla, levantó la mano varias
veces para interrumpir las infidencias de Vergez, pero el juez le ordenó
silencio.
Masacres
Este juicio
agrupa 19 causas interconectadas, que verán el destino corrido por 417 víctimas
entre los años 1974 y 1977. Entre esas causas está el llamado “expediente
Barreiro”, que incluye también los casos de dos familias que padecieron el
ensañamiento del Comando Libertadores de América primero, y del terrorismo de
Estado de la Junta Militar después. Se trata de las masacres de los Pujadas y
de los Vaca Narvaja. En el primer caso, cinco miembros de esa familia fueron
torturados y acribillados y arrojados a un pozo en represalia por el intento de
fuga de la prisión de Trelew de Mariano Pujadas, uno de los hijos.
En cuanto a
los Vaca Narvaja, sufrieron el secuestro, tortura y asesinato de Miguel Hugo
Vaca Narvaja (h): un joven abogado de 35 años, quien fue fusilado en un
supuesto intento de fuga; y del patriarca de la familia, Miguel Hugo Vaca
Narvaja, quien había sido ministro de Frondizi, a quien torturaron y
decapitaron. A raíz de estos hechos, 26 miembros del clan familiar, entre los
cuales había 13 menores de edad, debieron refugiarse en la embajada de México y
luego partir al exilio.
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