La Diaria
24 de noviembre de 2018 | Editorial
Luisa Cuesta tenía 98 años y había pasado 42 buscando respuestas sobre la desaparición forzada de su único hijo, Nebio Melo. Ese dato brutal puede ser asumido con distintas actitudes, como hemos visto: hubo manifestaciones de amargura resignada y también de mera indignación, que de poco sirven.
El tenaz esfuerzo de Cuesta no fue en vano: junto con otros, impidió que triunfara la política de impunidad y olvido que se intentó imponer a la salida de la dictadura; contribuyó en forma decisiva para que se alcanzaran algunos –aún escasos– logros en materia de memoria, justicia y reparación; y dio un ejemplo indispensable para la renovación generacional de estas luchas.
La cuestión es que el camino sigue. Para honrar la memoria de esta mujer que ya no marchará con nosotros, tenemos que llegar más lejos. Y quizá lo primero sea decir en voz alta lo evidente, como hacía ella.
No es por una fatalidad que ignoramos todavía qué pasó con Nebio Melo y con la gran mayoría de los demás detenidos desaparecidos uruguayos. No es verdad que sólo las confesiones puedan resolver un caso criminal, y que cuando los victimarios no quieren reconocer su responsabilidad, todo esté perdido. No es verdad que las únicas alternativas sean las inaceptables: canjear el testimonio por impunidad (vale decir, apostar todo a la delación premiada, como el juez brasileño Sérgio Moro en el proceso de Lula) o apelar a la tortura para obtener información. No es verdad que las opciones sean dejar impune el terrorismo de Estado o practicar el terrorismo de Estado.
Hasta ahora, las señales políticas desde los gobiernos progresistas de nuestro país han sido insuficientes, débiles, ambiguas o contradictorias. Y las del Poder Judicial, mucho peores. Las obligaciones asumidas por el Estado uruguayo cuando no tuvo más remedio, ante una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se han cumplido a medias y mal. El Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia, creado con una integración y una dotación de recursos que poco se adecuaron a sus tareas, se ha ido despoblando con más pena que gloria.
Los archivos de la represión, que presuntamente no existían, aparecen y son frondosos. Pero ha faltado y falta, demasiado a menudo, trabajo serio de investigación a partir de esos datos y de otros disponibles, como el que se ha hecho en otros países. Por ejemplo, sistematizar y cruzar la información, identificar e interrogar a todos los que pudieron saber, buscar indicios y contradicciones.
Intenta realizar estas tareas la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad, un avance institucional tan indudable como tardío, pero está poco pertrechada para semejante batalla. Peor aún es que no está claro hasta dónde tiene respaldo: a los gobiernos progresistas les ha faltado demostrar, con hechos, que no es gratis mentir o hacerse el vivo en estos asuntos.
Si la cuestión queda entre los poderes estatales y el reclamo de los familiares, perdemos. Luisa Cuesta entendía que el terrorismo de Estado fue un proceso político, y que recordarlo, juzgarlo y repararlo son tareas políticas. No lo olvidemos nosotros.
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