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Por José Pablo Feinmann
Ni que se haya convertido en la
fecha de la caída de las Torres Gemelas evitará que –para nosotros, para los
hombres y mujeres de América latina– el 11 de septiembre sea la fecha del golpe
de Estado más detestable de los tantos que padecimos.
Se trataba de un gobierno
elegido democráticamente. Se trataba de un país con un ejército que –a
diferencia de los de nuestro continente– había sido guardián del orden
constitucional. Se trataba de un presidente que era un hombre noble, con ideas
e ideales, un hombre honesto y un hombre valiente.
Había tenido un gran apoyo
de las masas obreras. Y una queja constante, un repudio sin tregua, del MIR, el
principal grupo armado de Chile.
Finalmente, todos los sectores de la sociedad
–menos los obreros– se unificaron para voltearlo: el ejército, los medios de
comunicación, los gremios, las clases altas, las clases medias y –con un empeño
criminal, furibundo– los Estados Unidos de Nixon y Kissinger. Las clases medias
inauguraron la modalidad de salir a la calle con cacerolas y atronar el país
pidiendo la renuncia de Allende.
Allende fue el más original, el más creativo de los líderes
socialistas del siglo XX. Descreyó de la célebre dictadura del proletariado y
eligió el camino democrático, pacífico al socialismo. Si ese camino fracasó, no
menos fracasaron los otros.
Con una enorme diferencia. Allende no dejó decenas
o decenas de miles o millones de cadáveres tras de sí. Ni presos políticos
tuvo. Confiaba en solucionar la antinomia entre socialismo y democracia, que el
mandato de la dictadura del proletariado (que viene de las páginas de Marx y
que éste asume como su mayor aporte a la teoría política) obliteraba.
La
derecha –beneficiada por los errores y por las muertes de los socialismos
triunfantes y luego derrotados– no tiene rédito alguno para sacar de la
experiencia de la Unidad Popular. Salvo que digan que nacionalizar el cobre
equivale a fusilar enemigos políticos, o peor aún.
En su último mensaje, don Salvador Allende dijo a su pueblo y a
todos los pueblos de América: ¡Trabajadores de mi Patria!: Tengo fe en Chile y
en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la
traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que
tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre,
para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los
trabajadores!
La historia es nuestra y la hacen los pueblos.
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi
sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que por lo menos será una
lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.
El criminal de guerra Richard Nixon y su secretario de Estado,
Henry Kissinger, peor criminal de guerra aún, odiaban a Allende con una pasión
enfermiza. En octubre de 1970, Nixon dijo sobre él palabras injuriosas: “That
son of a bitch, that bastard...”
Pero esa imagen de este hombre sereno –aunque capaz de encarnar la
fuerza de un tornado–, que lo único que nos dejó, como pertenencia, fue el
pedazo ensangrentado de uno de los vidrios de sus anteojos, este hombre maduro,
con canas, que sale de La Moneda con casco de guerra y metralleta, para morir
peleando, tal vez insensatamente, pero como él lo sentía, es, para mí, el
símbolo más puro de la rebeldía, porque trató de cambiar el mundo por los
caminos de la democracia y de la paz, y porque no pudo, porque los asesinos del
poder internacional no lo dejaron, agarró una metralleta, se puso un casco de
guerra y decidió (como esos bravos, legendarios marinos con sus barcos)
hundirse con su causa.
¡Ah, don Salvador Allende, ojalá hubiera yo tenido
alguna vez en mi patria un líder como usted! Simple, duro, pero sensible, amigo
y compañero de la gente de su pueblo, sin sinuosidades, con una sola palabra,
la misma de siempre, la que marcó la coherencia de sus días y, por si fuera
poco, con ese coraje, don Salvador, que le hizo decir: De aquí no me voy, que
sigan otros, no van a faltar, y van a llevarme en sus corazones como a un
hombre puro, como a un guerrero y como a un demócrata que les va a henchir el
pecho de orgullo y de exigencias perentorias.
Porque, de ahora en más, todo
chileno que sepa que tiene detrás la figura de Salvador Allende, sabe que no se
viene a la vida a jugar, a gozar de las liviandades y las tentaciones, sino a
meterle el alma y el cuerpo a las causas duras, las de la injusticia, las del
hambre, las de la tortura y la muerte. Es mi legado.
Lo es. Tenía la cara de un hombre bueno. Vestía de civil. No
andaba ostentando armas ni uniformes bélicos. Se metía entre los obreros.
Hablaba en sus asambleas. Les pidió, al final, que se cuidaran. Que no se
dejaran sacrificar fácilmente por los carniceros que se cernían sobre Chile.
Cuando Castro lo visitó le dijo que tenía que recurrir a la violencia si quería
sostenerse. Allende no lo hizo.
De la violencia se ocupaban los guerrilleros
del MIR que, desde luego, lo acusaban de burgués conciliador. ¿Por qué se habrán
preocupado tanto los de la CIA y Nixon y Kissinger por un burgués conciliador?
¿Por qué el ejército habrá bombardeado La Moneda? ¿Por qué el diario El
Mercurio (al que Nixon le dio dos millones de dólares para desestabilizar su
gobierno) lo atacó sin piedad ni vergüenza? ¿Por qué las conchetas chilenas,
que son terribles, salieron con sus cacerolas para injuriarlo? ¿Sólo porque era
un burgués conciliador?
Los del MIR fueron funcionales a los golpistas que,
salvo los que se fugaron, murieron todos, en el Estadio Nacional o en las más
siniestras mazmorras, tan cruelmente como los líderes de la Unidad Popular.
No,
Allende no era un burgués conciliador. Era un socialista temible. Porque había
elegido la democracia (el arma ideológica que la derecha cree suya) para ir
hacia el socialismo. Pero, luego, hizo algo peor. Murió con su causa. Dejó,
para el socialismo, un ejemplo moral incuestionable. Y murió sin perder sus
esperanzas. El hombre libre volverá. Las altas alamedas lo esperan. Bajo ellas
se fue Allende de este mundo.
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