Antígona somos todos
Brecha Por MARIANGELA GIAIMO
“YA NO TE quiero conmigo. Hacé lo que quieras. Yo lo voy a enterrar.” repetían las ex presas políticas en el casting que se realizó en febrero para la obra de teatro Antígona. Había más de cuarenta mujeres para constituir un coro. Pero sólo veinte de ellas serán Antígona en el teatro Solís, apareciendo en escena como ellas mismas. Sin actuar. Ellas y sus discursos, el de todas, mezclados, armando una nueva trama, con otros puntos y comas y reivindicando el derecho a la verdad y la justicia. Trazando de alguna forma ese dictamen de la obra original que indica que la ley divina (o los derechos humanos, para el caso) está por encima de cualquier ley humana.
Hace más de un año, cuando me convocaron como periodista a participar del proyecto, aún era sólo una idea: potente, lejana, propicia a ser cascoteada, por derechas y por izquierdas. Aún no se había perdido el segundo plebiscito. Aún no se habían dado las maniobras y turbulencias en el Frente Amplio por la derogación, anulación o interpretación de la ley de caducidad.
Aún parecía que todo podía pasar. Y en ese contexto de calma, ¿qué iban a hacer estas mujeres ajenas al teatro hablando de sus historias, de las peores que han sucedido en el pasado reciente? Justamente, el director alemán Volker Losch y la directora y dramaturga uruguaya Marianella Morena– con la colaboración del Instituto Goethe de Montevideo– retoman la fuerza de lo vivido: el cuerpo de quien atravesó la historia, el discurso de quien la vivió, el olvido de quienes les dan la espalda, las ganas de hablar del pasado; de lo que ocurrió y de lo que no pudo ser, así como de sus deseos para la sociedad del mañana.
En esas historias de dolor y de compañerismo todo se junta de una manera extraña, en la que pareciera que aquella desgracia produjo encuentros que luego serán hermandades incomparables. Y anécdotas que con el correr del tiempo pierden la carga de lo trágico y hasta se vuelven cómicas.
Todo eso y más son las historias que escuchamos en la serie de entrevistas en la que participo como periodista. Al mismo tiempo que ellas hacen su preparación corporal, el equipo de producción hace las charlas con ellas, juntas y por separado. Grabamos. Así pasan los ejes temáticos: la izquierda ayer y hoy, la ley de caducidad, la maternidad en la cárcel, el papel de los familiares, la sexualidad, los varones, la tortura.
Estas mujeres tienen mucho para decir y quieren hacerlo. En cada ensayo (que en junio se hacían de lunes a sábado cuatro horas por día, y en setiembre y octubre duplicarán el horario para el estreno que será en enero) se fueron evidenciando los protagonismos, las personalidades, las diferencias entre ellas –no sólo políticas– que, sin embargo, hacen a una sola Antígona, hecha de muchas.
Ellas decidieron hablar de la tortura. La física, la simbólica, la propia, la de los amigos y familiares, la que pudieron contar, la que no, la que recién hoy se animan a verbalizar. Es difícil hablar del dolor, ponerlo en palabras, exponerse al otro como víctima.
Es difícil también para el periodista preguntar sobre eso, no parecer obvio, morboso, insensible, volver a preguntar –sin “torturómetro”, como dicen ellas–, sintiendo que la frase las vuelve a desnudar. ¿Cómo no preguntar cuando necesitamos saber qué paso para saber de la insania, la locura, el sinsentido de la tortura, esa bestia imbécil que estuvo suelta treinta años atrás, y sigue babeando escondida? ¿Cómo hacerlo sin volverlas a poner en ese lugar? ¿Cómo hacerlo sin escuchar los más mínimos detalles y sentir de alguna forma que eso nos lo hicieron a todos nosotros, los que estábamos afuera, los que todavía no habíamos nacido o éramos chicos? Es difícil hablar del dolor y las pérdidas, pero es necesario, por lo menos, para asomarse al límite y ver que en algún sentido siguen siendo las mismas y a su vez son otras, las que están de pie, y quieren seguir siendo protagonistas de su historia.
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La Asociación de todas y de todos los ex presos políticos de Uruguay
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