La diaria - 26 2 13 -
Columna de
opinión. Por Marcelo Pereira
El 6 de
junio de 1973, tres meses antes del golpe de Estado contra Salvador Allende y
cuando la coyuntura, ya crítica, incluía duros enfrentamientos entre el Poder
Ejecutivo y el Judicial, el periódico Puro Chile publicó en su portada dos
noticias diagramadas de tal modo que la foto del entonces presidente de la
Suprema Corte de Justicia, sobre una de ellas, quedara ubicada junto al gran
titular de la otra, “¡VIEJOS DE MIERDA!”.
Aún se discute aquel hecho: algunos consideran que fue la expresión más destacada del modo en que los medios de comunicación contribuyeron a polarizar la situación del país, con un estilo de descalificación personal que no dejaba espacio para el razonamiento político y la búsqueda de acuerdos; hay quienes hacen autocrítica por ello, mientras otros insisten en que fue un gesto legítimo y necesario de repudio.
Aún se discute aquel hecho: algunos consideran que fue la expresión más destacada del modo en que los medios de comunicación contribuyeron a polarizar la situación del país, con un estilo de descalificación personal que no dejaba espacio para el razonamiento político y la búsqueda de acuerdos; hay quienes hacen autocrítica por ello, mientras otros insisten en que fue un gesto legítimo y necesario de repudio.
Sea como fuere, hoy,
en Uruguay, es importante tratar de comprender los acontecimientos en curso,
para que cada uno pueda tomar decisiones de la mejor calidad posible con miras
al mañana. A las marchas y concentraciones en silencio se les pueden atribuir
muchos significados; necesitamos palabras que ayuden a enriquecer reflexiones
colectivas, para delimitar un “nosotros” e identificar posibilidades de acción.
A esos
efectos, no aporta mucho vociferar insultos. Tampoco aportan, por cierto,
argumentaciones alambicadas como las que abundan en el fallo de la mayoría de
la Suprema Corte de Justicia (SCJ) sobre la constitucionalidad de la ley
18.831, adornadas con palabras y frases en latín, francés e italiano que la
corporación no consideró necesario traducir. Ni aporta el coro lastimero de
quienes se han erigido, de improviso, en celosos custodios de la separación de
poderes del Estado y la seguridad jurídica, después de haberlas avasallado con
la Ley de Caducidad que pergeñaron y defendieron durante décadas.
Quizás
aporte algo señalar que, en el terreno de la doctrina jurídica, las posiciones
en mayoría y en minoría recogidas en ese fallo se alinean con sendas corrientes
de opinión mundiales respecto a las relaciones entre el derecho internacional
humanitario y la soberanía de los Estados. Corrientes que, por supuesto, no son
el producto puro de la abstracción, sino que han surgido a partir de intereses
y conflictos, y resultan funcionales a unas u otras fuerzas en pugna.
El enfoque
actualmente minoritario en la SCJ es el que viene ganando terreno desde hace
décadas: sostiene, por lo menos desde los juicios de Nüremberg en los que
fueron condenados altos jerarcas nazis, que determinadas conductas son
“crímenes contra la humanidad” porque afectan sus intereses colectivos
fundamentales, y que ninguna norma nacional o acuerdo internacional puede
ampararlas. De allí deriva, entre otras cosas, que tales crímenes no deben prescribir,
o sea que la posibilidad de juzgarlos y castigarlos no debe extinguirse jamás.
La actual
mayoría de la SCJ se opone a esto afiliándose a una corriente que, mientras se
bate en retirada, alega que nunca debe aplicarse en forma retroactiva una norma
penal más perjudicial para la persona sometida a proceso, aunque sea por estos
crímenes gravísimos. Pero lo que indica la doctrina internacional predominante
es que en estos casos no se trata de elegir la ley más beneficiosa para el
acusado, a fin de proteger sus derechos individuales, sino la más beneficiosa
para la protección de los derechos de la humanidad toda.
La relación
de fuerzas dentro de la SCJ es, por supuesto, variable: depende de su
integración coyuntural y no expresa una esencia metafísica de la Justicia (la
mayoría de ese organismo declaró constitucional en 1988 la Ley de Caducidad, y
quienes ocupaban las cinco butacas en 2009 resolvieron, por unanimidad, que era
inconstitucional). Es probable que, con el paso del tiempo, pasen a predominar entre
los cortesanos los criterios que prevalecen en el mundo. El riesgo es que,
hasta que eso suceda, se profundice el daño que causa la impunidad al conjunto
de la sociedad uruguaya.
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