La Diaria – 15 2 13 -
Columna de opinión – Por Marcelo Pereira
Hasta el comienzo de los
90 eran muy valorados los "kremlinólogos", intérpretes de mínimos
indicios políticos en la cúpula del Partido Comunista de la Unión Soviética
(PCUS). A falta de información confiable sobre lo que ocurría en el Kremlin
propiamente dicho, o sea, en la sede del gobierno soviético, estas personas
monitoreaban la ubicación o remoción de retratos en sus muros, la disposición
de los dirigentes del PCUS en los palcos del teatro Bolshoi o en los estrados
cuando presenciaban desfiles militares, el uso de determinadas frases, la
jerarquización de artículos en Pravda, el diario del partido, y otros detalles
por el estilo, para formular teorías más o menos sensatas acerca de las ideas y
las carreras políticas que se hallaban en ascenso o en declive. La opacidad de
la política soviética determinaba que las opiniones de los kremlinólogos se
cotizaran muy bien en los medios de comunicación y en los entornos
gubernamentales de otras potencias.
Algo semejante ocurre con
los "vaticanólogos", que elaboran y difunden hipótesis sobre las
relaciones de poder en el gobierno de la Iglesia católica. Sus servicios son
especialmente apreciados cuando, como ahora, crece la apetencia de relatos
sobre los entretelones de la política vaticana, siempre apasionantes porque
hablan de una organización muy antigua e influyente, cuya historia está repleta
de intrigas y secretos.
Toda institución poderosa
y opaca crea una demanda de las explicaciones que niega, incluso en la reducida
escala que corresponde a la Suprema Corte de Justicia (SCJ) de la República
Oriental del Uruguay.
El traslado de la jueza
Mariana Mota de la rama penal a la civil del Poder Judicial, dispuesto por la
SCJ, es un acontecimiento inexplicado, pero no parece inexplicable. Mota es muy
trabajadora pero no entró en caja: en vez de avenirse al sentido común que
campea en las alturas del poder, cultivando beneficiosos vínculos en el Club
Armonía u otros cenáculos, se obstinó en pensar y actuar con independencia en
pos de la justicia.
Aplicó, por ejemplo,
normas reconocidas por la comunidad internacional y aceptadas -en los papeles-
por Uruguay, según las cuales la dictadura cometió delitos de lesa humanidad
que no prescriben jamás. La Corte Interamericana de Derechos Humanos coincide
con su criterio, pero el establishment criollo le respondió con una feroz
campaña de desprestigio, cuyo fruto es, hoy, la noción de que la jueza no daba
garantías de imparcialidad, por lo cual su traslado fue una decisión sensata y
previsible (una decisión que tuvo escaso destaque ayer en la mayoría de
nuestros medios de prensa, mucho más atentos a la victoria de Peñarol en Chile,
a la discusión sobre el impuesto a la concentración de la propiedad de tierras
y a las posibilidades de reemplazo del ministro de Salud Pública).
La palabra
"kremlin" significa "fortaleza" o "ciudadela", un
recinto amurallado, y las murallas que protegen a la SCJ son, en gran medida,
ideológicas: está muy arraigada la creencia de que cuestionar lo que hacen sus
integrantes socava la separación de poderes del Estado y la institucionalidad
democrática. Pero es necesario y saludable para la democracia socavar ciertas
murallas: las que defienden y mantienen lejos del escrutinio ciudadano a
cualquier recinto del poder, amparando el accionar sigiloso de las logias y los
pactos -tácitos o no- entre "distinguidos colegas" o "ex
combatientes".
El privilegio de tomar
decisiones que afectan el interés público sin exponer fundamentos evaluables no
debería corresponder a nadie en un "país de primera".
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