El texto dice no reconocer la autoridad del ministro de Defensa y critica a las ministras de Derechos Humanos, Maria do Rosario, y de la Secretaría de la Mujer, Eleonora Menicucci, quien fue presa política, compañera de celda de Dilma.
Por Eric Nepomuceno. Página 12 3 3 12
Desde de Río de Janeiro
La presidenta Dilma Rou-sseff enfrenta un problema serio con los militares brasileños. O más exactamente, con militares retirados, que suelen manifestarse a través de sus asociaciones de clase, los clubes de la Marina, del Ejército y de la Fuerza Aérea. Una nota en términos insolentes e irrespetuosos lanzada hace algunos días provocó la dura reacción de la presidenta, que determinó a su ministro de Defensa, embajador Celso Amorim, a exigir que el texto fuese retirado de los portales, en Internet, de los tres clubes. La nota critica a las ministras de Derechos Humanos, Maria do Rosario, y de la Secretaría de la Mujer, Eleonora Menicucci (quien fue presa política, compañera de celda –y de suplicio– de Dilma). El texto dice no reconocer autoridad en Amorim y que, como jefe constitucional de las Fuerzas Armadas, Dilma debería haber reprendido a sus ministras por las “críticas exacerbadas dirigidas a los gobiernos militares”.
No es la primera ni la décima vez que los militares retirados (e incluso activos) se insubordinan, en términos groseros, contra presidentes civiles en Brasil. Nostálgicos de la dictadura y al amparo de una esdrújula ley de amnistía que impide que se investiguen los crímenes practicados durante la dictadura que duró de 1964 a 1985, y principalmente impide que se juzgue a los responsables, gozan de impunidad para manifestar total falta de respeto frente a los civiles que alcanzaron el poder por la vía del voto popular. Basta con recordar lo ocurrido cuando el presidente Fernando Henrique Cardoso, él mismo un ex exiliado político, creó el Ministerio de la Defensa, en 1998. Hasta entonces, cada fuerza armada era un ministerio en Brasil. El primer civil en ocupar la cartera de la Defensa, un político opaco llamado Elcio Alvarez, sintió la afrenta en el momento de asumir el puesto, cuando los tres comandantes de las fuerzas armadas se retiraron groseramente de la ceremonia.
Lula da Silva aguantó, a lo largo de sus ocho años en la presidencia, hartas demostraciones de la prepotencia de los uniformados, especialmente los retirados. Nada, en todo caso, se compara con lo que ahora enfrenta Dilma Rou-sseff que, además de primera mujer en llegar a la presidencia del país, es también la primera ex presa política, víctima de tortura, en gobernar Brasil.
En el fondo, se trata de una clara muestra de la resistencia que los sectores militares imponen a la instalación de la Comisión de la Verdad que investigará –aunque sin condición punitiva– los crímenes cometidos bajo la dictadura. Los presidentes de los tres clubes militares firmaron, ostensivamente, un manifiesto censurando a dos ministras civiles y a la propia presidenta, en un acto de insólita insubordinación. No hubo ninguna reprimenda de los comandantes militares activos.
La nota, firmada por 98 oficiales (incluso generales), provocó la inmediata reacción de Dilma, y luego de una rápida negociación entre el ministro de Defensa, Celso Amorim, y los comandantes de las tres armas, el texto fue retirado de Internet. Dilma determinó a su ministro punición para los responsables. Y ahí empezó la crisis: en la tarde de ayer, el mismo texto volvió a circular por Internet, pero ahora con la firma de 322 militares y 65 civiles. Firman el texto 44 oficiales-generales del Ejército y de la Fuerza Aérea (ninguno de la Marina), además de 195 oficiales superiores (13 de la Armada). Entre los civiles hay parientes de notorios torturadores.
Un comentario del general Gilberto Figueiredo, quien fue comandante militar de la Amazonia y presidió el Club Militar (que reúne a los tres clubes de las fuerzas armadas y es, con justicia, considerado un foco golpista desde hace al menos medio siglo), señala hasta qué punto se ejerce la insolencia. El general dijo que “cuando Lula era presidente, yo me sentía frustrado, porque nuestras notas de protesto eran sumariamente ignoradas y el tema moría en el mismo día”. Ahora, dice Gilberto Figueiredo, “gracias a la sorprendente reacción de Dilma Rousseff, eso se transformó en asunto nacional y el número de firmas de adhesión no hace más que aumentar”.
Entre los que firman el duro documento está el general Valdesio Figueiredo (un apellido común en el medio castrense brasileño, como se ve: conviene no olvidar que el último dictador también era un Figueiredo), ex presidente del Supremo Tribunal Militar. Es evidente que si adhiere a un gesto de clara insubordinación, lo hace por saber cómo los uniformados se juzgan entre ellos. También aparece el nombre del coronel retirado Carlos Alberto Brilhante Ustra, uno de los más perversos y cobardes represores y torturadores de la dictadura.
El auge de la insolencia, sin embargo, le tocó al general retirado Luiz Eduardo Rocha Paiva, quien fue comandante de la Escuela de Comando del Estado Mayor del Ejército y ocupó el puesto de secretario-general del Ejército, segundo en la escala de la fuerza en 2007, bajo la presidencia de Lula da Silva.
En una contundente entrevista concedida al diario conservador O Globo, de Río de Janeiro, Rocha Paiva reniega de la Comisión de la Verdad, critica frontalmente el deseo de aclarar torturas, muertes, desapariciones y ocultación de cadáveres y pregunta si Dilma Rousseff será convocada a testimoniar, ya que participó de “un grupo terrorista”. Luego de afirmar que nunca vio tortura en el Ejército durante la dictadura, dice dudar de que Dilma haya sido torturada. “Es lo que se dice, pero yo no sé...”, dijo.
Lo más sorprendente de todo eso es constatar que muy posiblemente no haya punición alguna a los insubordinados. Una ley firmada en 1986 por el entonces presidente José Sarney asegura a los militares retirados el derecho de opinar.
Es comprensible: durante la larga dictadura, Sarney era uno de los exponentes del partido Arena, que en la farsa parlamentaria de la época defendía ardorosamente el régimen. Ahora, para punir a los insubordinados, el gobierno tiene que encontrar alguna brecha en la ley.
Es decir, en Brasil, los torturadores quedan impunes, y militares irrespetuosos, insolentes e insubordinados, también. ¿Hasta cuándo?
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