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viernes, 11 de junio de 2021

Las altas jerarquías del terror

 EL PROCESAMIENTO DE AGUERRONDO Y 

LA RESPONSABILIDAD DE LOS JEFES

Samuel Blixen – Brecha -  11 junio, 2021 

El mecanismo de la cadena de mando en las Fuerzas Armadas ofrece evidencias sobre la responsabilidad de los jefes en los asesinatos y las desapariciones durante la dictadura. Esas evidencias apuntalan el currículum de terrorista de Estado del general Mario Aguerrondo, que acaba de ser procesado por torturas en el Batallón de Infantería 13.



Su traslado al juzgado en silla de ruedas reforzó la imagen de anciano desvalido y facilitó el pedido de prisión domiciliaria que sus abogados habían previsto para el caso de que la jueza penal de 27.o turno, Silvia Urioste, decretara su procesamiento. Y así fue. El general (r) Mario Aguerrondo, de 82 años, fue procesado el jueves 3 por los delitos de privación de libertad y violencia privada, es decir, la aplicación de torturas a prisioneros en el Batallón de Infantería 13. Regresó a su domicilio en parte lamentándose de su mala suerte: durante 45 años eludió su responsabilidad en desapariciones y asesinatos, crímenes por los que la Justicia no se pronunció todavía. 

La omertá de los terroristas de Estado podrá mantener el secreto de los lugares donde están enterrados los restos de los desaparecidos, pero el mecanismo de la cadena de mandos que rige la actividad militar hace, en parte, estéril ese esfuerzo, porque revela la responsabilidad de cada uno en aquellos delitos. 

Ese mecanismo parte del axioma de que toda acción responde a una orden del superior: la iniciativa es concebida en el marco de la orden,  y la autonomía es castigada. El eufemismo de la «pérdida de los puntos de referencia», que incorporó el general Hugo Medina para justificar las muertes en tortura, solo pretendía enmascarar la responsabilidad del mando. 

No hubo nunca un oficial degradado o sancionado por esas muertes y tampoco llevado a un tribunal de honor. Dos de los siete procesados por Urioste, los coroneles (r) José Gavazzo y Jorge Silveira, ya habían explicado detalladamente ese mecanismo en sendos tribunales de honor. Detrás del teniente, el capitán o el mayor que torturó, asesinó o desapareció prisioneros siempre hubo un oficial superior que avaló con su orden. Durante algún tiempo el argumento de la obediencia debida fue esgrimido para eludir la culpa, pero también para instalar una especie de chantaje: en 1986, en vísperas de la «solución» ensayada con la ley de caducidad, Gavazzo advirtió al comandante del Ejército, Hugo Medina, que si iba preso por cumplir órdenes, contaba todo. 

La ley de impunidad dilató durante un largo tiempo el castigo a los ejecutores directos, pero también encubrió a los jefes, muchos de los cuales alcanzaron en democracia las más altas jerarquías en la estructura militar. Desplegar en cada episodio la cadena de mandos significa identificar a los responsables, directos o mediatos. 

De ahí que Aguerrondo, identificado como torturador mientras actuó en el batallón 13 con distintos grados, todavía no haya respondido por otros episodios. Por ejemplo, como integrante del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA), fue el oficial responsable de la campaña contra el Partido Comunista Revolucionario, en 1974, y, como tal, responsable de la desaparición de Luis Eduardo González González. Siendo teniente coronel, en 1975 asumió la jefatura del batallón 13 y, como jefe, autorizó los enterramientos clandestinos en predios de esa unidad de Fernando Miranda y Eduardo Bleier. 

Puesto que el centro clandestino 300 Carlos estaba instalado en un barracón del Servicio de Materiales y Armamento (SMA), contiguo al batallón 13, y puesto que Miranda y Bleier fueron torturados en el 300 Carlos, es de presumir que los otros desaparecidos que fueron vistos por última vez en ese centro (Juan Manuel Brieba, Carlos Arévalo, Julio Correa, Otermín Montes de Oca, Elena Quinteros y Julio Escudero) también pudieron haber sido enterrados allí durante la jefatura de Aguerrondo. Y, por si fuera poco, hay otro eslabón: el jefe del SMA era, a fines de 1975 y 1976, el teniente coronel Juan José Pomoli Gambeta. ¿Acaso podía desconocer el infierno en que se había convertido uno de los galpones de la unidad a su mando? No podría alegar ignorancia: fue identificado como torturador de prisioneros. 

Para desentrañar las responsabilidades en la cadena de mando también es necesario determinar los eslabones de la estructura de funcionamiento. El OCOA 1, con jurisdicción en Montevideo y Canelones, fue un organismo represivo creado en el ámbito de la Región Militar 1 (después División de Ejército 1). El segundo jefe de la división era, a su vez, jefe del OCOA. 

En 1973, cuando el golpe de febrero, el jefe del OCOA era el coronel Luis Vicente Queirolo, y después lo fue el coronel Julio César González Arrondo, que permaneció hasta 1978. En la escala de mando, un teniente coronel era jefe de Divisiones, del que dependían la División Informaciones y la División Operaciones. En 1973 y 1974, el jefe de divisiones del OCOA era el teniente coronel Manuel Calvo Goncalvez y Mario Aguerrondo asumió temporalmente la conducción de la División Informaciones antes de pasar a la jefatura del batallón 13. 

Las dos divisiones del OCOA funcionaban bajo el mando de mayores. En 1976, el mayor Victorino Vázquez era jefe de «India» (Informaciones) y el mayor Ernesto Ramas, jefe de «Óscar» (Operaciones). 

El jefe de Divisiones era el responsable directo de los centros clandestinos de detención: el 300 Carlos, que comenzó a funcionar en el SMA en 1975, y La Tablada, desde comienzos de 1977. Por tanto, Calvo manejó los detalles y convalidó las desapariciones de los ocho prisioneros del 300 Carlos, así como Ernesto Ramas convalidó las desapariciones de La Tablada, a saber: Omar Paitta, Luis Eduardo Arigón, Amelia Sanjurjo, Óscar Baliñas, Óscar Tassino, Ricardo Blanco Valiente, Félix Sebastián Ortiz, Miguel Ángel Mato y Juvelino Carneiro. Ramas fue responsable directo de esas desapariciones, en la medida en que fue jefe de operaciones de los dos centros clandestinos para después asumir como jefe de divisiones del OCOA. 

El cuerpo de Blanco fue ubicado en un enterramiento clandestino en predios del Batallón de Infantería 14, que fue autorizado por el jefe de esa unidad, el entonces teniente coronel Regino Burgueño, cargo al que accedió después de revistar en el OCOA. Si se aceptan como ciertas las declaraciones de Silveira en un tribunal de honor, Burgueño también sabe dónde fue enterrado el cuerpo de María Claudia García de Gelman en el batallón 14. (Incidentalmente: es sugestivo que los dos predios del Ejército utilizados como cementerios clandestinos, los de los batallones 13 y 14, estén por fuera de la jurisdicción de la División de Ejército 1 y su personal responda directamente al Estado Mayor del Ejército, es decir, al comandante en jefe.)

De los siete procesados por Urioste, cuatro lo fueron por primera vez. Rudyard Scioscia era capitán cuando torturaba en el 300 Carlos y en el batallón 13 como oficial del OCOA. Mario Frachelle (a quien los senadores de la Comisión de Defensa recordarán por sus vehementes cuestionamientos a las modificaciones de la caja militar) torturó en el 13 siendo capitán. Otro tanto torturó Mario Cola, que en 1976 revistaba como teniente bajo las órdenes de Frachelle. 

A la lista de culpas no asumidas por Aguerrondo, el cuarto oficial debutante como procesado, hay que agregar su protagonismo en la desaparición y el asesinato del agente chileno Eugenio Berríos. Desde 1992 Aguerrondo ocupaba, ya como general, la jefatura de la inteligencia militar, la Dirección General de Información de Defensa (heredera del antiguo Servicio de Información de Defensa). 

Se le atribuye un papel protagónico en el ocultamiento de los responsables de los sucesivos atentados que sacudieron la presidencia de Luis Alberto Lacalle cuando este introdujo, mediante designaciones y pases a retiro, una sustancial modificación en la relación del poder interno militar. Prácticamente la última contribución de Aguerrondo a la línea que pretendía reforzar la influencia blanca en el Ejército fue el espionaje contra el general Fernán Amado, con la siembra de micrófonos en su despacho, donde ahora funciona, irónicamente, la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente.

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