La Asociación de todas y de todos los ex presos políticos de Uruguay

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viernes, 17 de abril de 2015

Nulas y sin ningún valor para siempre





La aprobación de la Declaración del Estado de Guerra Interno el 15 de abril de 1972 por parte del Parlamento marcó el comienzo de una nueva fase de  la escalada represiva en Uruguay. El asalto a la Seccional 20 del Partido Comunista en la noche del domingo 16 fue una señal premonitoria de los tiempos oscuros que se avecinaban en  el país.  

Mediante la  creación de un mecanismo no previsto en Constitución vigente, a instancias del Poder Ejecutivo presidido por Juan María Bordaberry, se suspendieron las  garantías individuales y se consagró la intervención de la Justicia Militar desplazando al Poder Judicial de sus cometidos. Inicialmente  lo fue para el juzgamiento de las personas que fueran detenidas por las Fuerzas  Conjuntas en su plan de aniquilamiento y destrucción de los grupos armados aunque posteriormente se extendería a toda la oposición.

Las fuerzas armadas y la policía política, supeditada operativamente a ellas, obtuvieron una autorización tácita para institucionalizar y potenciar al máximo nivel las torturas a los detenidos que ya se practicaban en forma habitual.

El desplazamiento del Poder Judicial para juzgar a los detenidos supuso una  gravísima  alteración del orden institucional y del  estado de Derecho. La justicia militar, una instancia prevista para juzgar exclusivamente  a  los miembros de las fuerzas armadas, no  era un órgano autónomo e independiente. Era una instancia administrativa supeditada jerárquicamente  a  los mandos militares que ya planificaban el golpe de Estado desde mucho tiempo atrás, como ha quedado documentado.

La intervención de la Justicia Militar supuso la eliminación de las disposiciones constitucionales para detener a las personas: semiplena prueba, in fragranti delito o por orden escrita del juez competente. Además eliminó los plazos legales para la comparecencia ante un juez de los detenidos.

El empleo de la Justicia Militar fue un atropello a la institucionalidad democrática, al Estado de derecho, al sistema republicano de gobierno. Pretendió  darle un manto de legalidad al plan represivo de quienes se apropiarían  del Estado y lo gobernarían hasta el 1º de marzo de 1985.

La detención masiva de ciudadanos, incluyendo menores y adolescentes, la aplicación de torturas en forma sistemática y metódica, la prisión prolongada  en terribles condiciones de reclusión, fue la metodología deliberadamente seleccionada en Uruguay para destruir a las organizaciones políticas, sindicales, gremiales, culturales o individualmente, que se oponían al proyecto de país que se implementó  en el marco de una estrategia continental de dominación diseñada en EEUU.

Con escasas excepciones, los más de  6.000 ciudadanos  puestos a disposición de los tribunales militares desde el 15 de abril de 1972, fueron torturados brutalmente: plantones durante  días, semanas y meses, encapuchados y atados, privados del sueño, de alimentación y atención médica, sin contacto con sus familiares o el mundo exterior, desaparecidos, sometidos a palizas y  golpizas constantes y permanentes, a sesiones de submarino, de tacho, choques eléctricos, colgadas y cuanta bestialidad se les ocurriera a los ejecutores de tales interrogatorios, incluyendo los abusos sexuales y las violaciones.

Los jueces sumariantes de la Justicia Militar integraban los equipos de interrogatorios.  En promedio, los detenidos en Uruguay, durante el terrorismo de Estado, permanecieron incomunicados 100 días antes de ser sometidos ante un juez formal, sin asistencia legal de ningún tipo. Todas las declaraciones de los sometidos a la Justicia Militar fueron realizadas en las salas de tortura que funcionaban en todos los cuarteles y centros represivos de la policía en todo el país.

Todos los procesados por la justicia militar, incluidos menores de edad, lo fueron en base a testimonios propios o de terceros obtenidos en sesiones de tortura. En una sociedad democrática, libre de los valores y de la cultura propia de la impunidad, dichas declaraciones son nulas y sin ningún valor para siempre. Son testimonios documentales del horror que padecieron miles de compatriotas. Todas las personas que comparecieron ante tribunales militares sufrieron gravísimas violaciones a sus derechos humanos y son víctimas directas del terrorismo de Estado.

Sólo mentes enfermas de terrorismo estatal pueden invocar dichas actas y confesiones para intentar desacreditar públicamente a un ciudadano. O ciudadana.

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Opinando Nº 4 – Año 4 - Viernes 17 de abril de 2015    


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