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sábado, 21 de noviembre de 2020

Raúl Olivera

  A propósito de las relaciones cívico-militares


21 de noviembre de 2020 · Escribe Raúl Olivera Alfaro (*)

 en Posturas - La Diaria

La posición sustentada por el presidente y el secretario de la organización de ex presos y presas políticas Crysol en una carta pública al ministro de Defensa Nacional, Javier García, y otros pronunciamientos similares que saludan el proceso de revisión del Ejército sobre su actuación política durante determinado período de nuestra historia son preocupantes porque suponen otorgar a las Fuerzas Armadas un rol político que no les corresponde.

La mencionada revisión comprende el período del 13 de junio de 1968 al 28 de febrero de 1985, durante el que el Estado actuó ilegítimamente. No se trata de una simple revisión de los programas de enseñanza en el liceo o la escuela militar, que deberían ser objeto de consideración y control parlamentario. Se trata de la discusión que abarca la actuación de las Fuerzas Armadas cuando ilegítimamente asumieron roles de conducción política del gobierno. Ese es un hecho político que no debería ser alegremente aceptado, pues es otorgarles un rol que no les corresponde.

La consideración de su actuación delictiva, cuando pusieron al servicio de sus conductas terroristas al aparato estatal, es un análisis que se saldó, al menos en parte, ante el sistema interamericano de derechos humanos en el caso Gelman, y que actualmente se está cursando en los estrados judiciales de nuestro país en decenas de causas penales. Recordemos que la ley reconoce la responsabilidad del Estado uruguayo –desde el 13 de junio de 1968 al 26 de junio de 1973– en la práctica de torturas, en la desaparición forzada de personas, en la prisión sin la intervención del Poder Judicial, en homicidios, en la aniquilación de personas en su integridad psicofísica, exilio político o destierro de la vida social.

Durante ese período, que algunos ven auspicioso que sea analizado por uno de los institutos armados del Estado, existieron en el pasado posicionamientos relacionados con la política militar y las relaciones cívico-militares que aún no han sido objeto de una profunda revisión autocrítica por parte de las organizaciones políticas de izquierda ni por las organizaciones sociales; por ejemplo, la colaboración en ilícitos económicos y los apoyos a los comunicados 4 y 7. Sin saldar eso adecuadamente, embarcarse alegremente en la iniciativa actual del Ejército y su mando civil es una aventura que sabemos a qué conduce.

En la década de 1930, Uruguay vivió experiencias autoritarias. Luego de aquellas que precedieron a la instalada el 27 de junio de 1973, existió un período de acción democrática republicana por parte de los institutos armados, en un Uruguay con ejercicio de las libertades individuales, que fueron acompañadas de experiencias políticas tanto presidencialistas como colegiadas.

En ese período, las Fuerzas Armadas –el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea– tuvieron poca presencia pública y no se manifestaron como actores políticos, subordinándose al sistema político de acuerdo a lo que establecía una Ley Orgánica Militar que había sido sancionada a comienzos de la Segunda Guerra Mundial.

En aquellos años, Uruguay desarrollaba su política exterior, y por ende, su política militar, no beligerante,1 de neutralidad. En ese marco, mantenían una actuación orientada hacia la defensa de la integridad territorial en el marco de la Constitución y las leyes, bajo el mando superior ejercido por el presidente de la República y el ministro respectivo.

Al estar al servicio de una nación que no era ni podía ser expansionista, desarrollaban una política de la defensa nacional, no de la guerra. Se preparaban profesionalmente para desarrollar, en todo caso, una guerra convencional en un hipotético caso de ser invadidos, apostando fundamentalmente a contar con aliados y organismos internacionales que acudieran en su defensa.

En ese período, lo que era policial estaba en manos del Ministerio del Interior. Las Fuerzas Armadas, a lo sumo, ante conmociones producidas por fenómenos de la naturaleza, tomaban a su cargo algunas actividades, para asegurar transportes u otros servicios a la población. Eran Fuerzas Armadas que estaban autorizadas por ley a reforzar la acción policial si había algún problema de conmoción interior. Terminadas esas situaciones de emergencias, volvían a los cuarteles. En 1969, el Ministerio de Defensa Nacional contaba con aproximadamente 16.000 efectivos.2

Pero en la posguerra, las Fuerzas Armadas fueron claramente influenciadas por las doctrinas militares emanadas del Pentágono y del Departamento de Estado ejercidas mediante la Alianza para el Progreso, y por los lineamientos acordados en la Declaración de Punta del Este en 1960, que introdujo la acción cívica, a partir de lo cual pasaron a desarrollar actividades esencialmente políticas como las vinculadas a los planes de desarrollo. Desde ahí, desarrollando acciones políticas en actividades que no tienen nada que ver con lo militar, pasaron a ejercer una creciente influencia.

Ese proceso se acentuó a partir de que Jorge Pacheco Areco, haciendo abuso de los instrumentos constitucionales de excepción existentes, fue responsabilizándolas en la acción antisubversiva. A lo que la Constitución habilitaba –las medidas prontas de seguridad y la suspensión de las garantías individuales– el autoritarismo estatal lo complementó con la Ley de Estado de Guerra Interno3 y la Ley de Seguridad del Estado y del Orden Público.4

A partir de ahí se creó todo un andamiaje para la actuación de la Justicia militar, que fue transformando a las Fuerzas Armadas en fuerzas de ocupación.

Cuando las Fuerzas Armadas pasan a participar como actores políticos, enfrentan al sistema político cuando este quiere ponerle límites y al sistema judicial cuando investiga y castiga sus actos ilegales. Ese enfrentamiento, muchas veces, se da a través de los centros militares, y en algunos períodos por parte de algunos políticos de los partidos tradicionales (Daniel García Pintos, etcétera), o de su incorporación al sistema de partidos (como en el caso de Cabildo Abierto).

En febrero de 1973, manifestando un evidente desconocimiento del poder político constitucional, se produjo lo que los militares denominaron fuerzas en operaciones y emitieron los comunicados 4 y 7, que eran verdaderos programas de acción política de las Fuerzas Armadas, un programa de gobierno. A pesar de las expectativas que esos comunicados produjeron en determinados sectores de la izquierda, como bien señalaba Víctor Licandro, podía decirse que ese fue el comienzo real de la dictadura, que poco después, el 27 de junio de 1973, el Poder Ejecutivo decretó con la disolución de las cámaras.5

En el llamado Acuerdo de Boiso Lanza impusieron la creación del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena)6 y se aseguraron la potestad para designar al ministro de Defensa Nacional. Ahí comenzó un período que se extendería hasta 1985, en que el gobierno cívico militar sustituyó el ordenamiento constitucional por la institucionalidad de lo que los militares llamaron “proceso revolucionario”. Ese ordenamiento estaba constituido por la Junta de Oficiales Generales, el Consejo de Defensa Nacional, la Junta de Comandantes en Jefe, la Justicia Militar, el Consejo de Estado, el Consejo de la Nación y las Juntas de Vecinos.

Las Fuerzas Armadas y las policiales actuando como fuerzas conjuntas y una red de oficiales de enlace controlaron toda la actividad de la sociedad uruguaya, dividiendo a la ciudadanía en categorías A, B y C.

A los sectores civiles de la dictadura les interesaba, sobre todo, llevar adelante su política neoliberal, por lo que la política militar era definida por las propias Fuerzas Armadas, que se concebían y actuaban como fuerza de gobierno. Eso no quita la profunda responsabilidad que les corresponde a los civiles en la aplicación del terrorismo de Estado, puesto que integraron el Consejo de Estado, el Consejo Nacional, los ministerios y los entes autónomos, entre otros resortes de la burocracia estatal.

Las Fuerzas Armadas pretendieron darle a la dictadura un marco legal, a pesar de que cambiaron todo el ordenamiento constitucional al disolver el Parlamento y sustituirlo por el Consejo de Estado y el Consejo de la Nación. A esa línea de conducta quisieron darle continuidad futura mediante una reforma constitucional en la que ellos –como institución militar– permanecían como un órgano de contralor, árbitro de la acción política.

Ese accionar de las Fuerzas Armadas respondía a la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional, en la que ellas daban la seguridad, el orden, para que las políticas económicas neoliberales pudieran desarrollarse sin obstáculos políticos o sociales. Resumiendo: Uruguay tenía unas Fuerzas Armadas insertas en el Sistema Militar Panamericano, dirigido por el Departamento de Estado y el Pentágono de Estados Unidos desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial.

Pese a que los militares fueron derrotados en el plebiscito de 1980 y no lograron que la ciudadanía aceptara su proyecto de imponer el contralor militar permanente, también es cierto que en el Pacto del Club Naval se acordaron las formas de regular el proceso de transición. Ahí se daban las pautas de cómo sería el llamado a elecciones, los proscriptos, la designación de los mandos militares. Fue un acto de transición, con imposiciones militares. Supuestamente, también implícitamente o sobrevolando, quedó establecido que no se sancionaría a nadie y que nadie iba a ir a la Justicia.

Actualmente, si bien en declaraciones públicas los mandos militares reiteran su subordinación al poder político y su adhesión a la Constitución de la República, han ratificado la corrección de su accionar en el pasado; han declarado que, si se llegara a repetir situaciones parecidas, actuarían de la misma manera que en el pasado. Quiere decir que ellos actuaron bien, que no cometieron ninguna ilegalidad.

La izquierda, después de 15 años de gobierno, no hizo una verdadera depuración en las Fuerzas Armadas. Quedaron como estaban. Han sido, tímidamente en casos puntuales, depuradas por medio de los procesos de ascenso de oficial superior a coronel y general, que era lo políticamente viable sin desafiarlas. Tampoco existió una depuración de la parte ideológica, porque no ha habido un contralor firme de los programas de instrucción.

Si bien no son los mismos oficiales, se sigue aplicando la acción cívica, los planes de desarrollo, de apoyo a la comunidad. Ese es el pensamiento que inspira el accionar de las fuerzas políticas de la coalición de gobierno actual. Todas esas visiones son confirmadas por la ley de urgente consideración (LUC) y el presupuesto actualmente a consideración del Poder Legislativo.

Las Fuerzas Armadas fueron protagonistas, actores políticos, porque fueron ilegalmente gobierno. Se subordinaron al poder político cuando se terminó la dictadura, pero ahora están actuando, emergiendo como proyecto político por medio de Cabildo Abierto. Estas Fuerzas Armadas se encaminan a ser actores políticos. Todos los presidentes de la República, en mayor o menor medida, son responsables de dejar prosperar ese protagonismo. Tampoco el Frente Amplio se sustrajo a ese protagonismo, y no lo resolvió, apostando a la gestión de Eleuterio Fernández Huidobro al frente del Ministerio de Defensa Nacional.

Sobran hechos que demuestran que las Fuerzas Armadas son las mismas. No han cambiado. Es permanente la acción de los Centros Sociales Militares que abren una cuenta bancaria para que hagan aportes para defender a los terroristas de Estado.

Los Centros Sociales Militares actúan como portavoces de lo que se llama la familia militar ante cualquier medida que suponga una mirada o revisión del tema de derechos humanos, y lo hacen en forma pública.

Nos encaminamos actualmente a una política en la que se acentuará la gran incidencia que Estados Unidos tiene como país hegemónico. Las maniobras navales, la realización de ejercicios conjuntos combinados, el incremento de envíos de tropas a algún lugar7 para operaciones de mantenimiento de la paz acompañarán ese proceso.

La influencia de Estados Unidos, a través de la CIA, los servicios de información de las embajadas y las misiones militares, no fue en ningún momento ajena a la acción interna de la política de Uruguay y los países de América desde que salimos de la Segunda Guerra Mundial. La defensa de la impunidad, la actuación en los tribunales de honor, el espionaje en democracia, la colaboración con la dictadura de Augusto Pinochet en el caso Berríos son algunos elementos que deberían ser incorporados en la consideración de esta problemática.

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(*) Raúl Olivera Alfaro es integrante de la Comisión de Derechos Humanos del PIT-CNT, y coordinador ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu.

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A pesar de haber declarado la guerra a Alemania y sus aliados, a final de la Segunda Guerra Mundial, no envió fuerzas militares fuera del país. 

Uruguay no tiene servicio militar obligatorio. Si bien durante la Segunda Guerra Mundial se sancionó la ley de Instrucción Militar Obligatoria, los ciudadanos no concurrían a los cuarteles. En 1985, al asumir Sanguinetti, había más de 42.000 efectivos.

Fue proclamado el 15 de abril de 1972, por el Decreto 277/972.

Ley 14.068 de julio de 1972. Promulgada bajo la presidencia de Juan María Bordaberry, por la que fueron traspasados ciertos delitos del Código Penal Ordinario al Código Penal Militar.

Esa situación fue denunciada en el Parlamento por el entonces senador Amílcar Vasconcellos.

Creado por el Decreto 163/973, de 23 de febrero de 1973, integrado por el presidente de la República; los ministros del Interior, Relaciones Exteriores, Defensa Nacional y Economía y Finanzas; el director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto; y los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Su competencia incluye los problemas de seguridad, teniendo en cuenta que las cuestiones de “seguridad” se extienden al dominio de la actividad económica y social. 

Nunca antes de 1982, desde la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, se habían destacado fuerzas militares para operar fuera del territorio nacional.

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