El reciente informe de la Comisión Internacional de Juristas
(CIJ), con algunas afirmaciones que no compartimos, ha puesto nuevamente al
desnudo las inconsistencias de la
democracia uruguaya, más allá de las apariencias y de los símbolos exteriores
de ella. Sin ser tremendistas, las normas de DDHH referidas al pasado
dictatorial, tal vez lejano en el tiempo pero actual en la sensibilidad social,
no se aplican a cabalidad. El poder
judicial, uno de los pilares del sistema democrático republicano de gobierno no
cumple con sus cometidos básicos y esenciales con auténtico compromiso.
A casi 30 años de la recuperación democrática, como resultado
de elecciones que se llevaron a cabo con centenares de presos políticos en las
cárceles y decenas de proscriptos para participar en ellas, más allá de las
múltiples instancias electorales que se han celebrado, de la rotación de
partidos en el gobierno, de la vigencia de las libertades y derechos consagrados
por las disposiciones constitucionales, el Estado de Derecho aún no tiene
sólidas bases, sus cimientos se siguen apoyando en arenas movedizas por dos
grandes factores.
En primer lugar, como lo señala el informe de la CIJ,
coincidente con lo señalado meses atrás por el Relator Especial de la ONU Pablo
de Greiff, las normas y leyes de DDHH no se aplican con el rigor que merecen,
se desconoce incluso la Resolución 60/147 de la ONU que es el estándar de
calidad para situaciones como las que vivió Uruguay. Más allá de los avances
indudables que se han registrado, especialmente en los últimos diez años, solo
un pequeño puñado de represores y golpistas han sido enjuiciados y condenados,
a diferencia de lo ocurrido en Argentina donde más de un millar de represores
se encuentran en prisión luego del debido proceso.
En un lamentable deterioro institucional, durante más de dos
décadas el Poder Judicial estuvo supeditado al Poder Ejecutivo para actuar en
lo referido a las violaciones a los derechos humanos, como lo señaló la
Resolución 365/2009 redactada por el Dr. Jorge Chediak, actual presidente de la
SCJ. Luego de la aprobación de la Ley 18 831, en octubre de 2011, que
restableció plenamente la pretensión punitiva del Estado han sido minúsculos
los avances que se han registrado en las centenares de causas que las propias
víctimas directas sobrevivientes o sus familiares han impulsado a su propio
costo y esfuerzo, sin apoyo estatal de ningún tipo.
El segundo elemento a considerar, el más preocupante, es que
quienes dieron el golpe de Estado y perpetraron las graves violaciones a los
DDHH siguen teniendo un enorme poder político, ideológico, económico, militar, en
los medios de comunicación, para impedir que se apliquen las normas y las leyes
que los condenarían. Sigue habiendo impunidad como resultado del poder, aunque
no hagan ostentación de él, que siguen teniendo los terroristas estatales, que
no son solamente los cavernícolas y nostálgicos, cada vez más desprestigiados,
que se agrupan en los centros militares.
Terrorismo de Estado:
un proyecto de país
El terrorismo de Estado fue un “proyecto de país” de los
sectores más reaccionarios, en el marco de una estrategia continental diseñada
en EEUU, para impedir los cambios y las transformaciones de fondo que los
trabajadores y sectores populares reclamaban. Fue un proyecto brutal para
mantener un estatu quo injusto y de privilegios para pocos. Comenzó a gestarse
el 13 de junio de 1968 cuando Jorge Pacheco Areco estableció las Medidas
Prontas de Seguridad para congelar los salarios, intervenir la enseñanza,
militarizar a los trabajadores públicos,
reprimir al movimiento estudiantil y sindical, comenzando,
paulatinamente, a vaciar de contenido la institucionalidad democrática.
Las Fuerzas Armadas fueron formalmente convocadas por el
Decreto 566/71 de Jorge Pacheco Areco para combatir a la “subversión” mucho
después de que la sangre de Líber Arce, Susana Pintos y Hugo de los Santos
regara las calles montevideanas en
defensa de la democracia y la libertad, que las torturas fueran frecuentes en
la Policía, que miles de trabajadores estatales hubieran
sido militarizados y de que el Escuadrón de la Muerte cobrara las primeras
víctimas.
Meses después, ya con el nombre de Fuerzas Conjuntas (la
policía fue supeditada a las fuerzas armadas), fueron tácitamente autorizadas a
torturar cuando por iniciativa del Poder Ejecutivo, que integraba el Dr. Julio
María Sanguinetti, la Asamblea General del Parlamento, el 15 de abril de 1972,
solamente con los votos de los legisladores del Partido Colorado y del Partido
Nacional, declaró el Estado de Guerra Interno: suspensión de las garantías
individuales, eliminación de los plazos legales para que las personas privadas
de su libertad comparecieran ante un juez y sometimiento de todas ellas a
tribunales militares (denominados Justicia Militar).
Una vez recuperada la institucionalidad democrática, esos
mismos sectores políticos, con honrosas
y dignas excepciones, promovieron y aprobaron la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva
del Estado y batallaron a capa y espada por su mantenimiento, incluso luego de
que la Suprema Corte de Justicia, en octubre de 2009, estableciera su
inconstitucionalidad para el caso Nibia Sabalsagaray.
Justicia para llegar a
la Verdad
Nuestra institucionalidad democrática, conquista de la
resistencia y de la más amplia lucha popular, le confiere al Poder Judicial la
responsabilidad exclusiva y monopólica del ejercicio sancionatorio de las
infracciones a la ley. Con el auxilio de la Policía es él quién tiene que
indagar las actividades y acciones con apariencia delictiva, esclarecer los
hechos, llegar a la verdad de lo ocurrido, identificar a los responsables,
enjuiciarlos y sancionarlos. La búsqueda de la verdad en todas las situaciones
de delitos es una responsabilidad del Estado uruguayo en su conjunto, de sus
tres poderes, específicamente del Poder Judicial, tal como lo establecen las
disposiciones constitucionales vigentes.
El esclarecimiento de lo ocurrido con los casi 200 detenidos
desaparecidos, delito que de acuerdo a la normativa internacional que Uruguay
ha ratificado es de carácter permanente y se sigue cometiendo mientras no se
hallen fehacientemente los restos, se aclaren las circunstancias de los hechos
y se identifique a los responsables directos y la red de complicidades, es una
responsabilidad constitucional del Poder Judicial ofreciendo las máximas
garantías a todos los involucrados, tal como se ha hecho y se sigue haciendo en
la Argentina y en Chile con resultados muy importantes y con cifras harto
elocuentes.
No compartimos la tesis predominante en las máximas
jerarquías gubernamentales de que la justicia impide llegar a la verdad o de
que ella es un obstáculo para esclarecer lo ocurrido. Refleja una visión institucional
equivocada aunque uno de los grandes logros de estos años haya sido el haber
restablecido la plena independencia del poder judicial y la plena pretensión
punitiva del Estado. Es una afirmación a contrapelo de la experiencia
internacional y de lo ocurrido en Argentina y en Chile. Ha sido la falta de
actuación de la justicia, debido a la resistencia de los terroristas estatales,
a su miserable pacto de silencio, y a la vigencia de la Ley de Caducidad
durante más de 20 años, lo que ha impedido mayores avances al respecto en
nuestro país.
Los crímenes NO
prescribieron
La Ley de Caducidad, vigente desde diciembre de 1986, supeditó al Poder Judicial al Poder Ejecutivo
con respecto a todas las violaciones a los derechos humanos del terrorismo de
Estado y cercenó el derecho constitucional de las víctimas sobrevivientes y de
sus familiares a la justicia, tal como lo estableció la Resolución 365/2009 de
octubre de 2009 de la SCJ, redactada por el actual presidente de la misma, Dr.
Jorge Chediak.
Como lo señala la doctrina jurídica en forma unánime, aunque
no se considere Crímenes de Lesa
Humanidad a la desaparición forzada, a los asesinatos políticos, a la tortura y
a los abusos sexuales como correspondería,
el tiempo en que estuvo vigente la Ley de Caducidad no puede ni debe computarse a los efectos del
cálculo prescripcional de las graves violaciones a los derechos humanos que se
llevaron a cabo desde el 15 de abril de 1972. Durante su vigencia estuvo
cercenado para miles de uruguayos el derecho de acceder plenamente a la
justicia. Al injustamente impedido no le corre el plazo.
Más y mejor democracia
Los expresos políticos sobrevivientes del horror tenemos la
obligación moral de testimoniar lo ocurrido, de trabajar para que la tragedia
de la dictadura nunca más se repita. Es una batalla que se libra en mejores
condiciones trabajando unidos y organizados democráticamente como lo hacemos en
Crysol desde hace más de una década. La lucha por justicia para que haya verdad
es todo lo opuesto al concepto de venganza. Enfrentar la impunidad es el
esfuerzo constante y permanente por afirmar la institucionalidad democrática,
de profundizar la democracia conquistada, por expandirla, llevarla a su mayor
expresión: es el único camino para avanzar en la justicia social, el progreso,
las transformaciones de fondo, la liberación nacional y senderos con horizontes
y utopías socialistas.
La implementación de la Resolución 60/147 de la ONU en todos
los planos, la norma internacional de DDHH más avanzada y actualizada en cuanto
a definir las obligaciones estatales y los derechos de las víctimas de graves
violaciones, es el único camino que asegura la no repetición y permite mirar el
futuro con ojos de esperanza.
Aunque se avanzó en aspectos importantes y valiosos en la
administración que culmina, no se hizo todo lo que se debía hacer ni con la
intensidad militante que correspondía. El próximo gobierno deberá hacerse cargo
de los desafíos pendientes, incluso en los aspectos reparatorios, tal como lo
señaló la Institución Nacional de DDHH (INDDHH), el Relator Especial de las
Naciones Unidas Pablo de Greiff y recientemente la Comisión Internacional de
Juristas (CIJ). Es la ruta a transitar para seguir superando el legado del
terrorismo de Estado.
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Opinando Nº 1 – Año 4 – Viernes 6 de febrero de 2015