EL REPRESOR DE LA PERLA ERNESTO “NABO” BARREIRO HABLA DE
LISTAS, TORTURAS Y “TRASLADOS”
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Ernesto "Nabo" Barreiro. Jefe de interrogadores en la Perla. |
“Los ‘traslados’ los ordenaba el mando supremo, que se
llevaba a los prisioneros vivos en camiones”, dijo Barreiro en una entrevista
con el diario El Mundo, de España. También aseguró que “los altos mandos
concurrían a La Perla y sabían lo que pasaba allí”.
“Hice lo que tenía que hacer.” “No debió haber desaparecidos,
sino fusilados.” “Teníamos todo perfectamente detallado.” Las definiciones son
del ex teniente Ernesto “Nabo” Barreiro, ex jefe de interrogadores en el centro
clandestino de detención cordobés La Perla. El represor concedió una entrevista
al periodista español Vicente Romero que fue publicada por el diario El Mundo.
Admite el uso de la picana y otros “métodos de interrogatorio no ortodoxos”.
“Nuestras órdenes eran obtener información como fuera”, asegura. Aquí, parte
del reportaje.
–Algunos testigos aseguran que usted se jactaba de emplear un
“método criollo” de tortura, unas “formas argentinas de tormento” en
contraposición a la “escuela francesa” desarrollada por la contrainsurgencia en
Argelia.
–Eso es una tontería. De esa “escuela francesa” se nos habló
en la Escuela de Guerra como de un hecho histórico, pero nunca conformó una
doctrina. Lo que yo decía es que en Argentina, tras el golpe militar, los
oficiales de inteligencia tuvimos que arreglárnoslas por nosotros mismos e
hicimos las cosas “a la criolla”. Por ejemplo, con el uso de las picanas
eléctricas que se empleaban en la ganadería.
–Ya fuera a la francesa o a la criolla, la tortura se
practicó de modo sistemático...
–Hicimos todo lo que no está incluido en la Convención de
Ginebra. Pero en este momento yo no puedo decirlo.
–¿Espera usted ganar algo callando hechos probados?
–No. No me valdría de nada. La Perla no era precisamente un
jardín de infantes. Y, por eso, nos están juzgando. Pero no me pida que yo, que
era un oscuro teniente primero, diga lo que deberían decir mis superiores. Me
encantaría contar todo lo que sé, pero mis superiores no quieren hablar y la
suerte de mis subalternos dependen de lo que yo diga.
–Nadie habla. Se ha detenido, juzgado y condenado a numerosos
responsables de la represión y seguimos sin tener informaciones precisas sobre
la suerte de cerca de 30.000 desaparecidos bajo la dictadura.
–Sí. Fíjese que ya han fallecido entre rejas 223 prisioneros
por crímenes de lesa humanidad. Pero tampoco fueron 30.000 los desaparecidos,
sino siete mil y pico. En Córdoba, los archivos de la Memoria Histórica hablan
de un millar de víctimas, entre muertos, presos y desaparecidos. Un día le
pregunté a la secretaria del juzgado cuántas desapariciones estaban registradas
desde un punto de vista judicial y me respondió que unas 400, incluyendo alguna
de la época de Lanusse, desde 1971. Y eso que Córdoba era un foco
revolucionario importante.
–¿No llevaban ustedes un registro de los detenidos?
–Sí, naturalmente. Teníamos todo perfectamente detallado, con
datos de los prisioneros que pasaron por La Perla. Pero esos archivos ya no
existen. Y nosotros somos quienes más lamentamos su pérdida. Porque si hubiera
documentos oficiales servirían para establecer la verdad histórica de lo que
ocurrió.
–¿Qué pasó con toda la documentación militar?
–El general (Cristino) Nicolaides ordenó destruirla,
incinerándola. Yo maldigo esa orden, que bajó desde el alto mando hasta los
últimos destacamentos.
–Además de los datos personales de los detenidos, ¿figuraba
en los registros el destino final de cada uno de ellos?
–Sí. Se consignaba cuando eran “trasladados”.
–Querrá usted decir asesinados. “Trasladados” es el más
siniestro de los eufemismos militares.
–La palabra “trasladados” tenía un significado amplio. Puede
ser que fuesen ejecutados. Los “traslados” los ordenaba el mando supremo, que
se llevaba a los prisioneros vivos en camiones. Pero de eso tampoco quiero
hablar hasta que acabe el juicio.
–¿Cómo se decidía la muerte y la desaparición de un detenido?
–Eso pregúnteselo usted a mi comandante en jefe, el general
(Luciano Benjamín) Menéndez.
–Hay numerosos testimonios de su actividad como torturador.
–No quiero entrar en detalles sobre lo que ocurrió. Pero me
responsabilizo de cuanto hicieron o dejaron de hacer mis subalternos,
incluyendo los interrogatorios con métodos no ortodoxos.
–¿Eso incluye violaciones de detenidas?
–Eso no. Se lo aseguro desde el fondo de mi alma. Al menos,
que yo lo supiera. Pero hay que poner las cosas en su lugar. Sí que hubo
algunas relaciones sexuales (...).
–Los interrogadores de La Perla, ¿podían hacer lo que
quisieran con los detenidos?
–Nuestras órdenes eran obtener información como fuera.
–¿No les pedían cuentas de los daños que causaran?
–No hacía falta. Los altos mandos concurrían constantemente a
La Perla y sabían perfectamente lo que pasaba allí. Tampoco podíamos pedir por
favor a los prisioneros que hablaran.
–¿Se considera usted un mero instrumento de represión?
–Lo fui, desde un punto de vista militar. Yo era un hombre de
ejército, preparado para cualquier eventualidad. He explicado al tribunal cómo
piensa y siente una persona formada con el objetivo fundamental de cumplir
órdenes. Nos preparan para matar y para morir. Y nos sacan a la calle para eso,
no para otra cosa. Nuestra conducta está condicionada para eso. Mire, al piloto
que arrojó la bomba atómica lo recibieron como un héroe, conscientes de las
miles de personas que había matado. Y nosotros somos considerados unos
asesinos.
–¿No se arrepiente de nada de lo que hizo?
–Hice lo que tenía que hacer. No estoy arrepentido. Pero hoy
no volvería a hacerlo. Porque yo era un hombre de paz, estaba en contra del
golpe de Estado y tuve que violentar mi posición política. En el ’77 ya
decíamos, en panfletos militares de circulación interna, que corríamos el
riesgo de que un día hubiera juicios como el de Nuremberg. Pero ahora no se
puede entender lo que entonces vivimos, con el idealismo de los veinte años y
la adrenalina cotidiana, cuando uno salía de casa cada día esperando que la
guerrilla lo matara. Yo tuve que pelear. Y lo hice convencido, para impedir que
Argentina se convirtiera en otra Cuba.
–¿Nunca se planteó que los métodos criminales del terrorismo
de Estado no eran válidos?
–La incompetencia de nuestros mandos militares, de quienes
tomaron las decisiones, era muy grande. Algunos comprendimos que era una
barbaridad hacer todo de forma irregular. No tendría que haber desaparecidos,
sino fusilados después de haber sido juzgados en consejos de guerra y
condenados a muerte. No todos, sino quienes lo merecieran. Eso es lo que habría
querido hacer el general Menéndez.
Durante el juicio, Barreiro admitió que solía tumbarse al lado
de la detenida Graciela Soldán para mantener largas conversaciones. Varios
testigos contaron que ella no quería morir con los ojos tapados y que Barreiro
no sólo le había prometido quitarle la venda cuando la fusilaran sino que
intentaría ser quien la matara. Pero el día que “trasladaron” a Graciela, el ex
teniente se ausentó. Y ella le dejó un recado a gritos: “Díganle a Barreiro que
es un cagón”.
–¿Es verdad eso?
–No. Sólo es folclore político, una leyenda. Nunca le prometí
nada. Y tampoco habría podido hacer eso que dicen, porque excedía mi poder.
–Oficialmente, usted es católico. ¿Cree en Dios?
–Soy creyente, pero no practicante.
–¿Duerme usted bien?
–Como los dioses. Porque a mis 66 años, ya veo la vida de
otra manera. Y me queda poco por hacer.
–Tiene cinco hijos...
–Sí. El mayor, de 42 años, y el menor, de 34.
–¿Sus hijos le han juzgado?
–Creo que no. Yo no pretendí formarlos ideológicamente y
siempre fui muy liberal con ellos. Pienso que fui un buen padre. Y mantenemos
una buena relación. Hay uno que no convalida mi pasado, pero tampoco puede ir
en contra de su propia sangre. También tengo una esposa excepcional, comprensiva
y luchadora.
–¿Es usted consciente de que no volverá a pisar la calle en
libertad?
–Sí. Lo pienso constantemente. Pero Dios proveerá. Mi ánimo
no cambia.
Barreiro está acusado de 228 privaciones ilegítimas de
libertad agravadas, 211 casos de tormentos agravados y 13 de tormentos seguidos
de muerte, 65 homicidios calificados y el secuestro de un menor de 10 años.
En
1987 fue uno de los cabecillas del alzamiento carapintada, que se inició luego
de que él se negara a presentarse ante la Justicia alegando obediencia debida.
Luego de la anulación de las leyes de impunidad, se fugó a los Estados Unidos,
de donde fue extraditado en 2007.
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