VAN A JUICIO
CUATRO EX JUECES MENDOCINOS POR SU COMPLICIDAD CON LA ULTIMA DICTADURA
Luis Miret,
Rolando Evaristo Carrizo, Gabriel Guzzo y Guillermo Max Petra Recabarren están
acusados de omitir denunciar e investigar desapariciones y torturas. El ex juez
Otilio Romano espera en Chile el resultado de su juicio de extradición.
Página 12 - 21 2 13 - Por Irina
Hauser
Un tribunal
oral de Mendoza sentará en el banquillo, juntos, a cuatro ex jueces acusados de
haber actuado impartiendo (in)justicia en complicidad con el aparato represivo
del terrorismo de Estado. Ellos son Luis Miret, Rolando Evaristo Carrizo,
Gabriel Guzzo y Guillermo Max Petra Recabarren, a quienes en algún momento
debería sumarse Otilio Romano, sometido ahora en Chile a un juicio de
extradición tras intentar conseguir allí asilo político.
La imputación que los
une es haber omitido denunciar e investigar desapariciones, secuestros,
torturas, violaciones de domicilio, robo de bienes de desaparecidos y
homicidios, a pesar del conocimiento directo que tenían de esos hechos por los
reclamos de familiares y de personas que se encontraban privadas de su libertad
en el centro clandestino de detención que funcionó en el Departamento de
Informaciones de la Policía de Mendoza (D2). A algunos de ellos se los juzgará
inclusive como “cómplices primarios” de decenas de crímenes de lesa humanidad,
por haberlos ignorado en forma “sistemática”.
Cuando
comenzaron a reactivarse los juicios por violaciones a los derechos humanos,
tras la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida, abogados y
organismos mendocinos –con el Movimiento Ecuménico a la cabeza– advirtieron que
en su provincia se topaban con obstáculos que les impedían impulsar los
procesos por los crímenes de la última dictadura.
Al analizar la situación,
advirtieron que una de las grandes trabas aparecía en la Cámara Federal de
Mendoza, que deshacía lo que hacían los jueces de primera instancia y liberaban
en masa a los represores. Detectaron que dos de los entonces camaristas, Miret
y Romano, habían sido juez y fiscal respectivamente durante los años de plomo.
Puestos a analizar los viejos expedientes, entre ellos algunos previos al golpe
de 1976, sobre personas detenidas con el pretexto de la llamada “ley
antisubversiva” (20.840) y por el solo hecho de tener alguna militancia o
llevar un panfleto, pudieron detectar cierto patrón de comportamiento del Poder
Judicial.
Cuando pidió
elevar a juicio oral el expediente sobre la actuación de los jueces durante el
período dictatorial, el entonces fiscal Omar Palermo –ahora juez de la Corte
Suprema provincial– sostuvo que “los jueces o fiscales” que “tomaron
conocimiento de cientos de hechos delictivos gravísimos” y “no promovieron la
persecución penal” “fueron cómplices de los mismos”. Ofrecieron, afirmó, “una
garantía de impunidad que se transformó en un favorecimiento a los hechos no
investigados”.
Esa garantía consistía “en no perseguir judicialmente a los
miembros de las fuerzas de seguridad responsables de las atrocidades que se
cometieron”. “Esta contribución resultó tan decisiva para asegurar la
realización del plan sistemático de represión” que “estos jueces y fiscales no
pueden ser considerados de otro modo que no sea como cómplices primarios de
estos delitos”, dictaminó Palermo. Explicaba también que no hacía falta un
pacto explícito, un “pacto tácito resulta suficiente”. “La total falta de
investigación de enorme cantidad y gravedad de delitos denunciados no puede
sino tener el significado de un gesto a las autoridades militares”, señaló.
En el caso
de Miret y Romano, los organismos de derechos humanos concluyeron que hicieron
una parábola por la cual como camaristas en democracia tuvieron una actuación
análoga (y basada en otros tantos mecanismos) a la que revelaron durante la
última dictadura, pero con el mismo propósito que describió Palermo, destinado
a proporcionar impunidad. Cuando los investigadores judiciales empezaron a
tirar de la cuerda, pudieron reconstruir qué habían hecho esos jueces durante
la dictadura cívico-militar. Ese expediente estuvo a cargo del juez mendocino
Walter Bento y es el que acaba de ser elevado a juicio oral.
A Miret
–quien fue destituido hace casi dos años por estas mismas imputaciones– se lo
juzgará por su actuación como juez desde 1975 hasta 1983: se le adjudican 35
omisiones de investigar desapariciones, secuestros, torturas, robos y violación
de domicilio.
Carrizo será juzgado por 19 omisiones del mismo tipo; Petra
Recabarren (que era defensor y subrogaba como juez) por 17 omisiones de
impulsar la pesquisa sobre desapariciones y privaciones ilegales de libertad.
Carrizo y Petra se jubilaron antes de que se conocieran estos hechos. Guzzo,
quien ya no era juez en democracia, está preso aunque goza de arresto
domiciliario, como partícipe de 109 delitos de lesa humanidad, inclusive
homicidios. Y Romano debería ser juzgado por 98 hechos (de los que tuvo
conocimiento como fiscal y como juez subrogante en dictadura), 34 de los cuales
se refieren a personas que continúan desaparecidas, pero por lo pronto quedará
fuera del juicio oral porque está en Chile, país que debe resolver si lo
extradita o no. Romano se fugó, y fue a pedir refugio allí cuando empezó el
juicio político que terminó con su destitución en ausencia a fines de 2011.
La
investigación sobre la complicidad de los jueces está llena de relatos de
secuestros, torturas y desapariciones que llegaron a su conocimiento por
denuncias concretas, que ignoraron. La historia de Luz Faingold es emblemática
y tiene la particularidad de que en ella converge la presencia de varios de los
jueces que ahora serán juzgados. Luz era menor de edad (tenía 17 años) cuando,
el 29 de agosto de 1975, fue apresada, encapuchada, amenazada con armas y
trasladada al centro clandestino que funcionaba en la D2, una cárcel de
adultos, como consecuencia de una orden librada por el ex juez Miret. Allí fue
golpeada, violada y torturada, mientras Miret la mantenía incomunicada, y su
mamá la buscaba desesperada. Faingold relató que un hombre apareció un día en
su calabozo, la miró y se fue.
Con el tiempo advirtió que era Romano, contó en
el jury en su contra. Además de lo que Romano y Miret pudieron ver por sí
mismos, los vecinos de celda de Luz, entre quienes estaba su novio, León
Eduardo Glogowski, al ser llevados a declarar, denunciaron las golpizas por
ellos mismos padecidas y describieron los gritos de la chica ultrajada. Cuando
Glogowski le dijo al juez cómo se ensañaban con él por su apellido, Miret
–contó– le respondió: “¡También...! ¡Con ese apellido...!”. El ex juez tampoco
quiso devolver a Faingold a sus padres, que la reclamaban, y la mandó después
de cinco días de encierro en la D2 a un hogar de menores. Carrizo y Guzzo,
según les imputa la acusación, también tuvieron conocimiento a través de las
indagatorias de la situación de abuso y torturas que enfrentó Faingold. Ninguno
hizo nada.
Según el
abogado Pablo Salinas, del MEDH, uno de los impulsores de esta causa, entre el
grupo de ex jueces, fiscales y defensores bajo la lupa, iban alternando su
participación en las causas y a veces subrogándose mutuamente, siempre leales a
una línea de conducta. “Llegaron a ocupar distintos roles en un mismo
expediente, actuando de defensor y de juez por ejemplo, reemplazándose entre
sí”, describió Salinas a Página/12. “Y estaban para darle una barniz de
legalidad a todo, eran los jueces que el aparato represivo necesitaba”,
subrayó. Eso es lo que intentarán demostrar en el juicio oral, que comenzaría
en abril, y que por primera vez sentará a cuatro jueces juntos para ser
juzgados por su función y responsabilidad como colaboradores civiles del
terrorismo de Estado.
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