Imagen: Dafne Gentinetta
Lo conocí en el oscuro locutorio de la cárcel de Caseros, una tarde muy fría del año 81. Entró caminando muy despacio, acompañado por un guardia del servicio penitenciario que le indicó dónde sentarse: un taburete incómodo, frente al vidrio que nos separaba y que impidió el apretón de manos. Mi aspecto lo impresionó un poco y no lo pudo disimular: “¿Tan mal los tienen?”, preguntó mirando mi cabeza rapada y el uniforme de presidiario: una chaqueta y un pantalón azules, siempre dos talles más grandes o más chicos del que hubiera correspondido. Hacía unos seis meses que había llegado a Caseros, luego de seis años en la prisión militar de Magdalena, y mi cara ya era de un color entre amarillo y verdoso, similar al del musgo que crecía en las paredes de esa cárcel que hacía realidad la metáfora: los presos vivían a la sombra.
Octavio Carsen fue el primer abogado con el que tomé contacto. Llevaba casi siete años detenido y dos condenas dictadas por tribunales militares. En los llamados Consejos de Guerra no existía la figura del abogado defensor. Ese lugar era ejercido por un militar designado por el mismo tribunal, y en nada influía en las sentencias dictadas de antemano.
Octavio escuchaba atentamente, preguntaba lo necesario, y volvía a ordenar mi relato cada vez que la ansiedad por darle detalles me desviaba de lo esencial: la irregularidad manifiesta de haber sido condenado primero a ocho años y luego, en segunda instancia, a diez, sin que haya mediado apelación fiscal ni juicio donde se dirimiera nada.
Carsen estaba curtido en escuchar ese tipo de relatos y era difícil de sorprender. Pero no podía disimular su asombro cuando algunos detalles cruzaban los umbrales de lo imposible, aún para los insólitos parámetros de la justicia militar.
Disimulando el espanto, nos reímos juntos aquella tarde en Caseros, cuando le repetí algunos párrafos de los pronunciados por nuestros supuestos defensores ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Ellos eran más enfáticos que el propio fiscal, y solicitaban “condenas ejemplares y aleccionadoras” para ese grupo de ocho soldados conscriptos. Luego de ese simulacro de juicio, una tarde de octubre de 1977 un oficial del Ejército me abrió la celda de la prisión de Magdalena con el fallo en la mano y una lapicera para que lo firme. Al leerlo, y descubrir que la condena había aumentado, me negué a hacerlo. El oficial, un teniente que debería tener mi edad, 24 años, insistió, y al reiterar mi negativa, buscó una solución rápida: me pegó una trompada en la cara que me rompió la nariz y me dejó en el piso por varios minutos. Cuando desperté, el teniente ya no estaba. Mi negativa a firmar no cambió lo decidido y yo lamenté el nocaut más contundente de mi vida.
Todo eso le conté esa tarde en apenas una hora a Octavio Carsen. El tomaba notas con su mano temblorosa, en la que yo había reparado apenas comenzamos a hablar, y adivinó mi pensamiento. “No tiemblo de miedo, no te preocupes, es sólo un problemita de salud, me dijo sonriendo. No soy un superhéroe y me cago como cualquiera, pero te juro que me he visto en peores”. Y siguió escribiendo mientras mi pálida cara se teñía de rojo ante la vergüenza de sentirme descubierto en la duda.
Desde ese día, Octavio Carsen no dejó recurso por presentar para que nuestra causa fuera reabierta por tribunales civiles y nuestras condenas anuladas. Volvió varias veces a Caseros para visitarme aunque no hubiera avances, sólo para acompañarme y darme ánimos en esos años oscuros. Hablábamos de política, de mi vida, de la suya, de su trayectoria como abogado defensor de presos políticos en Uruguay, donde fue, además, fundador del Frente Amplio. En 1973, detenido y perseguido por la dictadura uruguaya, se exilió en la Argentina y años después se integró al Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels), desde donde denunció junto a otros organismos defensores de derechos humanos los crímenes de la dictadura de Videla y el Plan Cóndor.
Una tarde del año 82 llegó a Caseros para una de sus visitas y se enteró que esa mañana me habían trasladado a la cárcel de Rawson de manera inesperada. Su experiencia lo hacía desconfiar de esos traslados y rápidamente presentó un hábeas corpus para que la justicia informara mi nuevo paradero. También para que autorizara la visita de mis familiares y la de él mismo.
Durante esos meses en Rawson nunca dejó de escribirme. Ya había solicitado un recurso extraordinario ante la Corte Suprema y me mantenía al tanto de sus gestiones jurídicas y políticas para lograr la revisión de la sentencia.
La apelación fue rechazada. Pero Octavio no se dio por vencido y presentó un recurso de queja ante la misma Corte.
En medio de las idas y vueltas, en diciembre de 1983, el general Reynaldo Bignone, una semana antes de que asumiera Raúl Alfonsín como presidente, dictó decretos de indultos para aquellas condenas que no resistirían la revisión en democracia y salí en libertad junto a más de cuarenta compañeros juzgados en parecidas circunstancias.
Algunos días después nos abrazábamos con Octavio en su estudio, rodeados por decenas de ex presos políticos recién liberados y de exiliados que, de regreso al país, lo buscaban para refugiarse en su sabiduría y su paciencia. A todos escuchaba y para todos tenía alguna solución, además de palabras de aliento y esperanza. Ahí, en su estudio, me reencontré con Laura, una compañera de militancia que también retornaba al país, y desde entonces no nos separamos más.
Por fin, en mayo de 1984, una mañana me llamó alborozado para informarme que su recurso en queja a la Corte había prosperado y se anulaba la sentencia dictada por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Si bien el objetivo de nuestra libertad se había anticipado, era un antecedente jurídico importante para otros casos similares. Los jueces supremos Genaro Carrió, Carlos Fayt, Augusto Belluscio y Enrique Petracchi empezaban a reacomodar sus fallos a los nuevos tiempos democráticos. José Severo Caballero votó en disidencia.
También en mayo, pero de 2012, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires lo nombró personalidad destacada en el ámbito de los Derechos Humanos, en un acto tan emotivo como ajeno a su timidez y su manera discreta de andar por la vida.
Octavio Carsen murió el sábado. Con su bajo perfil de siempre, eligió estos tiempos de pandemia para irse y la despedida fue imposible.
Chau Octavio. Ahora sé que el temblor de siempre en tus manos no era cagazo y espero que no te impida, estés donde estés, brindar otra vez con nosotros, tus compañeros.