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viernes, 31 de mayo de 2019

Fotogramas al rescate


El sorprendente libro “Cine de planchada” echa luz sobre un episodio de nuestro pasado reciente del que poco o casi nada se habla: la vida de los presos políticos en el Penal de Libertad durante la dictadura y, más específicamente, sus experiencias frente a una improvisada pantalla de cine en el patio interno, la planchada del penal. Los reclusos se sentaban sobre sus cobijas en el suelo ante fotogramas que los ayudaban a soñar y a imaginar vidas muy alejadas de las que en ese momento les tocaban en suerte.

Por Diego Faraone – 31 519 – Brecha


Efectivamente, en la dictadura hubo proyecciones cinematográficas en el Penal de Libertad. Aunque cueste creerlo, el milagro ocurrió durante un largo período de casi diez años; cine sin interrupciones, desde abril de 1973 hasta enero de 1983. Los presos políticos allí recluidos y hacinados de a dos personas en celdas de 3,60 por dos metros tuvieron el invaluable alivio del séptimo arte una vez a la semana (en los últimos períodos, la constancia fue más irregular); podían perderse en esas imágenes en movimiento con sonido que, al menos por un rato, los sustraía de las rejas y los muros. El cine supo convertirse en un bálsamo para personas fervientemente necesitadas de conectar con el afuera, con otras culturas, otras realidades y otros mundos.

El fenómeno termina por explicarse con un dato nada menor: no sólo los presos, sino también las autoridades militares salían beneficiadas con la iniciativa. Ante la presión y la mirada internacional, ante el ojo objetor de organizaciones de derechos humanos, figuras de peso, políticos o gobiernos, era necesario que el Penal de Libertad, presidio en el que se abarrotaban los opositores al régimen, fuese una cárcel “modelo”. Así, una gran estrategia para ocultar los abusos y las violaciones a los derechos humanos era llenarse la boca con los talleres, la cancha de fútbol, el cine. Efectivamente, un penal con cine era algo excepcional, un medidor engañoso que podía hacer creer que, en definitiva, la vida allí adentro no era tan mala.

La existencia del cine fue una iniciativa de un grupo de presos que supo negociarla, hablarla con alguna de aquellas escasas autoridades militares bien predispuestas y, naturalmente, organizar su costeo con el apoyo económico de las familias de los mismos presos. Así como los reclusos se hacían cargo de actividades variadas, como cocina, carnicería, biblioteca, cantina, panadería, limpieza, huerta, porqueriza y otras, en determinado momento se abrió la experiencia de las comisiones (fotografía, ajedrez, encuadernación, mecánica dental, etcétera) y, a comienzos de 1973, la comisión de cine fue un hecho que benefició a todos.

Lo cierto es que el menú de la semana los transportó a lugares impensables: a bordo de un barco de los mares del sudeste asiático, a los bosques del Japón feudal, a los campos de algodón en Georgia, al medio de la batalla en las guerras mundiales, al Polo Norte, al espacio, al medio oeste, a la Italia de posguerra, a Gales o al norte de Irlanda. Cine de autor, thrillers, policiales, musicales, westerns, documentales, dramas, comedias de todo tipo se sucedieron en este cine de planchada.

Esta singular vivencia se encuentra notablemente relatada en este libro, en el que el periodista Guillermo Reiman rememora sus propias experiencias. Reiman ingresó al penal con 21 años y salió con 33, por lo que, con la excepción de los períodos que atravesó confinado en celdas de aislamiento, fue testigo presencial de todas las proyecciones. El relato propone un recorrido en el cual la descripción y el análisis crítico de las películas exhibidas son notablemente acompañados por anécdotas del penal, donde la vida carcelaria era alterada y sacudida por aquellas sesiones. Pocas lecturas podrían dejar tan patente el poder del cine y su capacidad de trascendencia.

Aunque se trata de un relato de experiencias vividas en carne propia, Reiman utiliza la primera persona del singular en escasas ocasiones, refiriéndose a esta historia con un “nosotros” constante, algo más bien raro de ver en la literatura reciente, un rasgo identitario que, de algún modo, reafirma la idea de un sentir colectivo y de un grupo organizado para resistir y apoyarse entre sí. Pero, a la vez, Reiman elude notablemente los lugares comunes de los relatos de época. 

En primer lugar, no se trata de una recitación heroica, sino que asume con humildad y acierto la realidad de un grupo de sobrevivientes, exhibiendo sus grandes frustraciones e incluso hasta riéndose de sí mismos y sus propias limitaciones. En segundo lugar, si bien el libro da cuenta de algunos de los momentos más crudos que atravesaban, no es un relato de victimización ni un tren fantasma de atrocidades, sino una historia que explora aquellos momentos de comunión, festejando la magia del séptimo arte y esa oportunidad de dar rienda suelta a una pasión.

Hay, también, un muy buen uso del humor, con salidas de tono notables, como el fragmento en que un preso bastante desquiciado gritaba: “¡Miren, un oni!”, señalando por la ventana un objeto volador que nadie más veía. En uno de los primeros capítulos, Reiman relata: “‘Agotar los medios’ es un principio militar muy manido y recurrido en cuestiones imprevistas. 

Buen ejemplo de ello dio un sargento de piso, a la hora de dar comienzo la proyección, cuando le ordenó a uno de los guardias: ‘Soldado, apague la luz y que empiece la película’. El soldado no tenía la menor idea de dónde estaba el interruptor, lo buscaba y no lo encontraba mientras el sargento más se lo exigía. Ante el nerviosismo del soldado por no dar cumplimiento a una orden el sargento, visiblemente malhumorado, le pidió al soldado el palo (bastón o tolete que portaba cada guardia dentro del celdario) y le dijo a viva voz: ‘¡Mire, soldado: esto es agotar los medios!’, y acto seguido pegó un salto y de un garrotazo hizo añicos la lámpara que iluminaba esa parte de la planchada. El soldado quedó lívido, y los presos, calladitos, antes de ver la película supimos que esa entrada estaba bien paga”.

Pero si el solo hecho de que existiera cine en la cárcel es sorprendente, también lo es el tipo de programación exhibida (Cinemateca Uruguaya y su director, Manuel Martínez Carril, fueron piezas clave para la obtención de copias). Durante los primeros años, la calidad de las películas fue sobresaliente; en 1974, por ejemplo, se exhibieron una tras otra –esto es, con una semana de diferencia– La gran ilusión, de Renoir, Sin aliento, de Jean-Luc Godard, Los 400 golpes, de Truffaut, Tiempos modernos, de Chaplin, Hiroshima mon amour, de Resnais, El salario del miedo y Las diabólicas, de Henri Georges-Clouzot, Casco de oro, de Jacques Becker. Es decir, varias de las mejores películas del cine mundial de todos los tiempos estaban proyectándose allí, en un programa como para volver cinéfilos hasta a los más apáticos.

Para colmo, en este cine de planchada no sólo se vieron varias de las corrientes más influyentes e importantes del siglo XX, sino que, además, la programación profundizó en varias de ellas: se sucedieron no uno, sino varios títulos de la nouvelle vague, del neorrealismo italiano, del realismo poético del cine francés, del film noir, de los años dorados del western, de la comedia muda, de la comedia italiana, buenas películas argentinas e incluso un par de joyitas japonesas. 

Reiman relata además que, si alguno tenía ganas de estudiar y leer sobre el cine que acababa de ver, tenía la posibilidad de informarse sobre esas mismas obras en algunos libros de la biblioteca del penal. Curiosamente, los presos políticos que asistieron al cine de planchada entre los años 73 y 76 (después de esos años los militares tomaron el control de la programación y bajaron la calidad a niveles subterráneos) tuvieron la posibilidad de formarse cinematográficamente de una forma autodidacta envidiable para muchos estudiantes de cine.

No deja de ser interesante que varios títulos hayan logrado ingresar al penal sobreviviendo a la censura imperante. Fueron exhibidas películas como ¡Viva Zapata! –increíble que los militares no supieran quién era el líder mexicano–, Rebelión –debería haber sido vetada sólo por su título–, Viridiana –que fue prohibida en muchos países–, El salario del miedo, La Marsellesa y otras tantas películas fuertemente comprometidas en lo social y hasta dotadas de cierto espíritu combativo o transgresor.

La lectura de este libro tiene un doble atractivo: es, por un lado, un relato que ilustra notablemente un momento y un lugar determinados. Pero, asimismo, es un interesante recorrido cinematográfico, útil para quienes quieran hacer un repaso por la historia del cine o leer sobre ella por primera vez. Reiman articula notablemente varias de sus pasiones (además del cine, hay fragmentos referidos a la literatura y la música que llegó a ser ejecutada dentro del penal) en un texto que oscila notablemente entre lo dramático y lo humorístico, que es entretenido y que al mismo tiempo llega, emociona y se vuelve difícil de olvidar, trayendo consigo una dimensión de la historia reciente que nos pertenece y que, hasta hoy, no había sido contada.

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