LOS
TESTIMONIOS DEL HORROR DE LA TORTURA Y LOS ASESINATOS EN LA PERLA
Mientras
forma una “comisión” de represores para tratar de moderar su situación legal
señalando un lugar donde ya se encontraron cuerpos, Ernesto “el Nabo” Barreiro
dijo lo increíble: que en La Perla “no murió nadie”. Pero los testimonios son
clarísimos sobre las horribles muertes que sufrieron los prisioneros de ese
campo de concentración.
Página 12 - 14 12 14 - Por Marta Platía - Desde Córdoba
Lo
dijo Ernesto “el Nabo” Barreiro: “En La Perla no murió nadie”. Fue apenas un
día después de entregar sin que nadie se lo pidiera una lista con 19 nombres de
desaparecidos al Tribunal Oral Federal No 1, que lo juzga por crímenes de lesa
humanidad, y de señalar los supuestos lugares donde los enterraron. “No murió
nadie”, dijo, y en los oídos de cientos de víctimas –sobrevivientes, familiares
y amigos de los desaparecidos– retumbaron los nombres de los suyos. De los que
nunca volvieron. de los muertos.
Por
ejemplo, el del albañil de Unquillo Justino “el Negro” Honores, que agonizó en
plena cuadra de ese campo de concentración en brazos de otro prisionero,
Eduardo Porta, que lo cuidó como pudo luego de una fatal mezcla de palos y
picana. Era una técnica que practicaba con esmero y delectación Elpidio “Texas”
Tejeda, un feroz torturador adiestrado, como Barreiro, en la Escuela de las
Américas de Fort Gulik, Panamá. “Este cóctel inutiliza el sistema renal y hace
que no puedas orinar, te sale como pasta dental, y sentís la muerte, hasta que
finalmente te morís”, describió, entre espasmos de dolor y llanto, el
sobreviviente Andrés Remondegui quien, gracias a su “juventud y cuerpo de
deportista”, logró escapar a ese final que también mató al doctor Eduardo
“Tero” Valverde. El abogado había sido funcionario del gobierno constitucional
de Ricardo Obregón Cano. Su esposa María Elena Mercado nunca dejó de buscarlo.
El día del golpe, Valverde se presentó “de inmediato” en el Hospital
Aeronáutico de la Avenida Colón cuando supo que lo habían reclamado. No tenía
nada que ocultar, le había dicho a un colega. “Lo mataron en La Perla en pocas
horas”, atestiguó Graciela Olivella. Donde Barreiro dice que no murió nadie.
En
esa misma cuadra, en diciembre de 1976, María Luz Mujica de Ruartes volvió a su
niñez en una de las agonías más espeluznantes que relataron los sobrevivientes
Cecilia Suzzara, Graciela Geuna, Piero Di Monte y Susana Sastre. “Estaba
destruida y muy hinchada. Ella en su mente volvió a su niñez y pedía por su
mamá. Nos turnábamos para hacer de madre, para acariciarla, acunarla o darla
vuelta para que no sufriera tanto. La habían reventado en la tortura. La
sacaron medio muerta y nunca más la vimos.” El médico Enrique Fernández Samar,
de Buenos Aires, que había sido secuestrado con ella, murió poco después y por
el mismo atroz, sistemático tormento.
Teresa
“Tina” Meschiatti, una de las sobrevivientes cuyo testimonio es de los que se
consideran más completos, ya que fue secuestrada en septiembre de 1976 y la
liberaron casi a finales del ’78, fue picaneada en todo el cuerpo, pero
especialmente en su zona genital. Le quemaron la vagina y las piernas “dándole
máquina”, al punto de que cuando declaró en juicio contó y mostró que le
quedaban marcas en las pantorrillas a más de 37 años de la tortura. “Tenía olor
a podrido, a carne quemada. No me podía mover. Estaba hinchada y casi no podía
respirar, y no sabía que era yo la que despedía ese hedor... En un momento ya
no tenía voluntad de vivir.”
Piero
Di Monte a su turno, repitió: “¡No es uno el que grita en la tortura, es el
cuerpo! ¡Uno ya no puede controlarlo!”. Y señaló directamente a Barreiro como
uno de los que lo picanearon a él y a su mujer, Graciela, embarazada de cinco
meses en una parrilla en “la terapia intensiva”, como también llamaban los
represores a la sala de torturas. Así o “la margarita”, por la forma de la
punta de la picana. “Pensé que me moría, que no podría resistir cuando lo vi a
Barreiro ir con la picana en la mano a torturar a mi esposa.” ¿Se le notaba el
embarazo?, preguntó el fiscal. “Sí, tenía una pancita de cinco meses y un
vestido con flores...”.
Di
Monte, que se salvó de la muerte por su doble nacionalidad ítalo-argentina –un
general con ansias de ser diplomático en Italia decidió atender el pedido de la
embajada de ese país–, fue quien dio fe de la insistencia nacionalista de
Barreiro en cuanto a los métodos de tortura utilizados: “Decía que no eran ni
de los norteamericanos (la Escuela de las Américas, donde él había estudiado);
ni de la Doctrina Francesa (de Roger Trinquier, que llegó al país de la mano
del brigadier Alcides Aufranc, ya en 1959, al edificio Cóndor). Según él, acá se
usaba un método criollo que él mismo había ideado. Barreiro nos puede dar
cátedra de tortura. Es un experto en eso”, afirmó. En su banquillo, el represor
sonreía y negaba con la cabeza.
Otra
víctima que recordó “perfectamente” la cara de Barreiro durante sus tormentos
fue Jorge De Breuil. “En el Campo de La Ribera, Barreiro me apaleó, y cuando
estaba en el piso, me levantó la venda y me dijo en la cara ‘¿te gustó la orgía
de sangre que hicimos con tu hermano?’.” La frase-tortura se refería al
fusilamiento en un simulacro de fuga de Gustavo, su hermano menor de sólo 20
años. Una ejecución en la que también mataron a Higinio Toranzo y al abogado
Miguel Hugo Vaca Narvaja, de 35 (el padre del actual juez federal No 3 de
Córdoba, homónimo de su padre y de su abuelo, también asesinado).
Una mujer destrozada
La
brutal matanza de la joven madre Herminia Falik de Vergara, a quien la patota
había atrapado en la parada de un ómnibus el mediodía del 24 de diciembre de
1976, y torturaron “de apuro, ya que querían ir a brindar con sus familiares en
la Nochebuena”, es una de las heridas más profundas en los recuerdos de quienes
lograron salir con vida del campo de concentración. Liliana Callizo no sólo
contó en la sala al Tribunal lo que les vio hacer a Barreiro y a sus cómplices,
sino que en una inspección ocular en La Perla señaló cada paso del recorrido “a
la rastra y de la mano, por el que el Nabo me llevó a la Margarita”. Callizo
señaló en la puerta de la sala de tortura –un cuarto pequeño, asfixiante, de
techo muy bajo– donde la ubicaron cuando Barreiro le quitó la venda para que
viera cómo masacraban a Falik de Vergara. Destacó las mangas “arremangadas” de
la camisa del Nabo, su “transpiración” por el trabajo de matar. Y cómo el
torturador y ahora miembro de la flamante “comisión” de reos que preside
Barreiro, Luis Manzanelli, “con una picana en cada mano se había sentado en la
cabecera de la parrilla” –el elástico de cama donde tenían atada desnuda a la
víctima– para darle electricidad entre todos y matarla más rápido.
Callizo
contó horrorizada que el cuerpo de la chica “se arqueaba y le salían chispas”
porque además de las descargas eléctricas, le echaban baldazos de agua. Y que
Herminia, a pesar de lo atroz del tormento, no les dijo nada. “Le preguntaban
por el marido, dónde estaban sus hijas, y ella sólo gritó mis hijas no, mis
hijas no.” Cuando la creyeron muerta, se fueron. La prisionera Servanda “Tita”
Buitrago –una enfermera de cuarenta y pico de años a quien habían puesto a
servir la comida a los demás cautivos– fue quien la vio morir. “Cuando entré
más tarde, todavía estaba atada y viva, pobrecita... Le acaricié la frente y
ella me dijo ‘gracias’. Y eso fue lo último antes de morirse... Tan chiquita y
agradecida ¡y mirá lo que le habían hecho estos asesinos!”, se condolió casi
cuarenta años después en su testimonio por videoconferencia desde el Chaco.
“¡Todos torturaban, todos mataban, todos violaban! ¡Era lo único que sabían
hacer estos desgraciados!”, acusó la mujer ahora de 86 años. Entre los
imputados, hubo alguno que hasta bajó la cabeza ante los insultos. Fue el caso
de Exequiel “Rulo” Acosta, quien acostumbraba contarle sus “cuitas” a Tita, la
prisionera a la que muchos llaman “la mamá” de La Perla.
Huesitos y batitas
Otro
que no se privó de insultarlos fue el arriero José Julián Solanille.
“Sinvergüenzas, hijos de mala madre”, los descalificó una y otra vez el único
testigo que afirmó haber visto con sus propios ojos a Luciano Benjamín Menéndez
“al frente de un pelotón de fusilamiento” que asesinó, al borde de una
gigantesca fosa común, a un centenar de jóvenes “atados de pies y manos”.
Solanille era empleado del dueño de un campo cercano a La Perla y atravesaba la
zona cuidando animales. “Eran todos asesinos, torturadores”, aseguró el hombre
que dijo haber contado “más de 200 pozos” de enterramientos clandestinos en el
predio de La Perla.
En
su testimonio también recordó cuando escuchó por primera vez el apodo de
Barreiro. “Fue por boca de la mujer de un paracaidista de apellido Baigorria.
Me acuerdo de que el marido tenía un Chevy amarillo. Venían, y este señor
dejaba a la señora, que era muy linda, en mi casa. Una vez ella salió al campo
con un termo y estaba cerquita de la cárcel (así llamó todo el tiempo al
edificio donde se torturaba). Se sentían gritos. Se escuchaban muchos gritos de
chicas... Entonces los dos vimos pasar a Barreiro como a unos ocho metros. Ella
me dijo entonces ‘ahí va el Nabo. Vas a ver cómo se va a acabar el griterío de
las putas esas’.” En la audiencia, Barreiro se rió echando la cabeza atrás como
si hubiese escuchado el mejor de los chistes. Pero su mano izquierda lo
traicionó: le temblaba hiperkinética, sin parar, sobre la rodilla. El hombre
dijo haber escuchado tiros y luego el silencio, como le anunció la mujer.
En
La Perla, “donde no murió nadie”, el arriero vio arrojar “los cuerpos de dos
chicas desde un helicóptero el 3 de mayo de 1976”. Y en su propia casa, a unos
500 metros del campo de tortura, sintió “el olor a carne quemada de los pozos
donde tiraban a la gente. El humo con ese olor espantoso se vino para mi casa.
Era insoportable. Mi mujer y mis hijos se quejaban. Era horrible”. En su relato
también recordó cuando una perrita que tenía comenzó a llevar a la cucha
“huesos chiquitos, cabecitas muy chiquitas...”. Y ahí fue cuando el enorme
hombre que es todavía don Solanille, se quebró. Se cubrió los ojos con una de
sus manos y sollozó: “Perdónenme Abuelas, pero la perrita traía manitos,
bracitos, batitas celestes y rosas...”
–¿Y
cómo sabe usted que eran huesos de seres humanos y no de animales? –preguntó el
juez Jaime Díaz Gavier.
–Porque
soy hombre de campo, señor –respondió con firmeza–. Y sé distinguir cuando son
huesos de animal o de cristianos. Y éstos eran de cristianos.
Uno
de los tres cómplices de Barreiro en la “comisión para colaborar con la
investigación” en este juicio, es Luis “Cogote de violín” Manzanelli. También
con veleidades de profesor de historia, como su jefe, varios sobrevivientes lo
señalaron como un tipo “que parecía tranquilo y de repente era una máquina de
torturar”. Un gendarme llegado desde Orán para testificar, Carlos Beltrán,
detalló una escena que sucedió en los descampados de La Perla. “Manzanelli, el
del ‘cogote torcido’, me ordenó que le dispara a una pareja. Yo me negué. Le
dije que entré a Gendarmería a cuidar las fronteras de mi patria, no a matar
gente”. Según Beltrán, enloquecido por la ira, el propio Manzanelli los mató.
“Les dio un tiro a cada uno. Primero al muchacho, al que le habían hecho cavar
el pozo, y después a la chica que estaba embarazada y tenía una panza como de
ocho meses. Fue horrible porque ella volvió a levantarse y él la remató a
tiros”, describió espantado. Luego contó cómo los rociaron “con nafta, los
quemaron y los taparon con tierra” en la oscuridad de los campos que rodean a
La Perla. El muchacho fue echado de la Gendarmería por negarse a cumplir la
orden.
El
otro integrante, Héctor “Palito” Romero, se hizo “famoso” entre la caterva por
su uso del “amansalocos”, como le llamaban al palo que usaba para torturar.
Cecilia Suzzara contó cómo “torturó a David Colman en la primera oficina de La
Perla. Las paredes –que luego debían limpiar los prisioneros utilizados como
mano de obra esclava para todo servicio– quedaron manchadas con su sangre”.
De
José Hugo “Quequeque” Herrera, hay –como de casi todos ellos– decenas de
crímenes y perversiones que los incriminan. Pero en su caso se destaca el
perfil de violador consuetudinario. Liliana Callizo, que fue una de sus
víctimas, lo reconoció y señaló sin “ninguna duda” ante el Tribunal.
Los
detalles de crímenes y vejámenes que cometieron –y de los que no se
arrepienten– laceran lo esencial de la especie humana, y en los dos años que
lleva este juicio se han escuchado ya 430 testimonios en 197 audiencias.
En
los predios La Perla el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF)
encontró restos óseos humanos el 21 de octubre pasado. Y siguen encontrando
restos. La integrante del equipo Anahí Ginarte le dijo a Página/12 que “es
zarandear tierra de los hornos (de cal de la estancia La Ochoa, donde
descansaba Menéndez los fines de semana) y encontrar huesos”.
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