Ricardo Ramírez,
sobreviviente de “El sótano”
La Diaria - 22 de diciembre de 2018 | Escribe: Francisco Abella en Política | Foto: Alessandro Maradei
Ricardo Ramírez nació el 2
de diciembre de 1949 en Montevideo. Hijo de un obrero metalúrgico y de una trabajadora
textil que se separaron cuando él tenía un año, Ricardo creció acompañado de su
madre en La Teja. “Tempranamente”, a los 12 años de edad, se afilió a la Unión
de Juventudes Comunistas (UJC). “Hice miltancia barrial, yo no tuve una
militancia estudiantil, no me sentía cómodo. Hice el liceo, preparatorio, hasta
sexto, cuando viajé a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas [URSS],
donde estuve casi un año. Me fui a los 18 años, en 1967, con el permiso de mi
madre, con el compromiso de volver a estudiar. Volví en octubre de 1968 y me
integré a la militancia, con responsabilidad en la juventud comunista”.
Ramírez fue funcionario
rentado de la UJC y trabajó en la editorial Pueblos Unidos. Después, en 1973,
ingresó a trabajar en el Poder Judicial. En noviembre de 1975 fue detenido.
Estaba casado y tenía un hijo pequeño.
Al momento de la
detención, Ramírez vivía en la casa de Fernando Olivari y María Condenanza,
quienes también fueron encarcelados. Alem Castro, alias La Momia, integrante
del S2, estuvo a cargo de su detención y de posteriores sesiones de torturas.
“En marzo de 1976 fui procesado y en junio fue llevado al “Infierno” [centro de
detención y tortura]. Me entregaron al Ejército, donde estuve 15 o 20 días,
previo interrogatorio en Prefectura. Yo ya sabía lo que podía pasar, porque a
Ricardo Calzada –a quien le digo mi hermano– lo llevaron al Fusna [Cuerpo de
Fusileros Navales de Uruguay] porque estaban buscando información sobre el
aparato armado. Por eso me llevaron a mí al ‘Infierno’”.
Posteriormente, Ramírez
fue conducido al subsuelo de la Prefectura Nacional Naval. “Nosotros le
llamábamos ‘la catacumbas’. Era más que un sótano, era un lugar muy amplio por
debajo del nivel del mar. Fue un centro de tortura”. “Ahí estábamos de plantón
y con todo lo que los milicos hacían. Para interrogarnos nos llevaban a un
segundo o tercer piso, no lo sé, y ahí se daban las situaciones más de máquina.
Estábamos vendados, esposados, no veíamos, pero sabíamos que había otra gente.
A los días que salíamos de los interrogatorios, estábamos tirados en unas
colchonetas y ya mirábamos más, porque nos levantábamos un poco las vendas, que
no eran capuchas”.
A meses de haber sido
detenidos, el sótano se transformó en un carcelaje. “Construyeron celdas con
rejas, [a través de las] que nos veíamos y había guardias que nos cuidaban, una
guardia adentro y otra afuera”.
Las familias finalmente
fueron notificadas de la permanencia de los detenidos en los subsuelos del
edificio de Prefectura. “Pero el conocimiento del lugar quedó entre nuestras
familias; encontramos marineros afiliados a las juventudes comunistas, a
quienes conocíamos, y uno de ellos informó a la familia. Yo caí en noviembre de
1975 y mi familia se enteró donde estaba recluido en marzo de 1976”. Las condiciones
de reclusión mejoraron con el transcurrir de los meses y los detenidos pudieron
confeccionar zapatos y sandalias que sus familiares comercializaban. También
tuvieron algunas salidas al aire libre.
“La primera vez que
salimos fue en junio de 1976. Nos llevaron al plantel de perros, que estaba en
la rambla portuaria. Me acuerdo que era un día gris, feo. Nosotros estábamos
encerrados desde noviembre del año anterior, estábamos pálidos, absolutamente
blancos. Después empezaron a llevarnos a un predio que Prefectura tiene entre
Pajas Blancas y Punta Yeguas; nos llevaron dos o tres veces y nos hicieron
hacer ejercicios de instrucción militar”.
A pesar del encierro, los
militantes del PCU decidieron conformar “una comisión del Partido. Hicimos
cosas infantiles. A mí me denunció uno que estaba preso con nosotros y
nuevamente empezaron a interrogarnos, determinaron que yo era el responsable de
esa organización y me metieron en ‘La perrera’, que era un espacio de un metro
por un metro, donde estuve cerca de dos meses, sin visitas y sin nada”. Ramírez
recuerda que “a esa persona que me denunció, en un accidente muy insólito, un
milico que estaba jugando con un revólver le pegó un balazo en el estómago. A
ese mismo marinero lo pusieron preso a rigor, con nosotros en una pieza con
puerta de metal, y después volvió a ser marinero. Algunas cosas parecían
sacadas de los cuentos de la comisaría de Fray Mocho”, comenta, sonriente,
Ramírez.
Agrega que integrantes de las guardias carcelarias mantenían un trato
respetuoso con los detenidos. “Nosotros estábamos con la guardia blanca, que
estaba 24 horas y que vieron que éramos estudiantes, trabajadores, gente
normal. Pasaban muchas horas con nosotros, nos mangueaban cigarros, tabaco, se
metían para nuestras celdas y jugaban al truco con nosotros, y los metieron
presos a rigor por eso. Hubo guardias que sacaban cosas para afuera, para
nuestras familias. Ellos no participaron en la tortura. La tortura estaba a
cargo de Víctor Alem Castro, de Walter Vidiella, el famoso Cuatro Dedos, el
Cabito, y habría otros más, porque después empezaron a participar otros
miembros de Prefectura que supuestamente trabajaban en la prevención del
contrabando”.
En el sótano, valora
Ramírez, “triunfó la actitud de que al compañero que se había quebrado ante la
tortura y había delatado no debíamos entregarlo al enemigo, sino que debíamos
rescatarlo, porque otra corriente se lo quería dar a los militares. Salvo dos
que trabajaron con ellos, a los demás se los rescató. Se valoró la condición
humana. Yo vi compañeros que fueron héroes durante la tortura, que no se
quebraron, pero cuando había que elegir entre dos manzanas se quedaban con la
más grande, y también vi al que se había quebrado que elegía la manzana más
chica... Yo me quedé con esos valores”.
En noviembre de 1978 los
hombres detenidos en ese lugar fueron trasladados hasta el Penal de Libertad.
“Antes habían llevado a las mujeres a Punta Rieles”, recuerda.
“Nosotros ya habíamos
resuelto –porque, a pesar de que nos golpearan manteníamos conformada una
agrupación del Partido– que queríamos ser trasladados al Penal de Libertad.
Teníamos una visita regular cada 15 días que nos traía información, libros;
sabíamos que teníamos una libertad que no íbamos a tener en el Penal, pero no
queríamos estar más allí, queríamos estar con los compañeros. Entonces habíamos
empezado un movimiento pero no llegamos a desplegar ningún acto de resistencia,
porque la dictadura decidió llevarnos hasta allí... Esa decisión que habíamos
tomado no fue unánime, había compañeros presos que no querían ser trasladados,
porque además algunas anécdotas que nos llegaban sobre lo que ocurría en el
Penal eran terroríficas”.
Ramírez llegó “contento”
al Penal de Libertad, “aunque te parezca mentira”. “Yo fui 2514 en Libertad, me
metieron con 2515 que era el Araña Daniel Albacete. En esa ala del Penal eran
todos tupas, anarcos; los únicos comunistas éramos nosotros dos. Era otra
experiencia y nos recibieron de gran forma. Yo quería estar con los compañeros.
Y así fue. Yo salí de la cárcel el 14 de agosto de 1984 llorando, porque no
quería dejar a mis compañeros”, recuerda, emocionado, el sobreviviente de “El
sótano” y del Penal de Libertad.
---------