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martes, 15 de septiembre de 2015

Belela, la grande

Hizo del dolor su fuerza

La diaria - 15 - 09 - 15 - Por Ricardo Scagliola


Foto: Nicolás Celaya

Como a casi todas las cosas que hace, a ésta tampoco le dio publicidad. Muy a su pesar, la foto atravesó la cordillera en un mensaje de Whatsapp. En la foto, los dos sonríen a la cámara (el celular). Él arrima su mentón a la cabeza chiquitita de esa mujer grande. Ella luce una sonrisa de Gioconda, como si hubiera nacido para estar ahí. Brillan, fundidos en un abrazo protector. El fondo los delata: se abrazan en el Patio de los Cañones de La Moneda. Se conocieron una semana antes, en un piso del Palacio Lapido, en el centro de Montevideo, en una de esas veladas hermosas de las que es capaz esta ciudad con nombre de televisor. Se reencontraron en el homenaje a Salvador Allende que Michelle Bachelet le realizó al abuelo de Alejandro, en el mismo lugar donde hace 42 años una ráfaga de pólvora y bombazos terminó con el gobierno de Unidad Popular.
Un día antes, Belela Herrera había sido homenajeada por su aporte solidario durante la dictadura de Pinochet. Un papiro con su nombre bordado en letras de oro y acompañado de un clavel, atado con los colores de la bandera chilena, le fueron entregados por la propia Bachelet y su canciller. La ceremonia puede descargarse en internet. Hay que ver el aplauso que le dedicaron, y que ella respondió con un beso que lanzó al aire como una promesa.
Unos días antes, durante una entrevista que Alejandro Fernández Allende concedió a Lento, decía, sobre otro tema, pero acertando en el pulso inminente de Belela: “Para nosotros, los 11 de setiembre no son un día más”. “Vi el horror inimaginable, a miles de personas asesinadas o huyendo de la tortura y la desaparición. Sentí dolor en las entrañas”, confesaba sobre su propia reconversión de la adversidad en motor esta mujer que llegó a Chile acompañando a su marido, César Charlone, embajador de Uruguay en ese país y que se encontró con el peor costado del horror.
Y es exactamente ahí donde ella emergió como lección o como faro. Hizo del dolor su fuerza, y de su fuerza su paciencia. Tuvo el objetivo transparente de salvar la vida con apenas un Fiat 600 y un mandato, el del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados: proteger a los refugiados.
Cuando uno habla de Belela Herrera habla de las vidas rescatadas de Anatole y Victoria Julien, y de decenas de uruguayos anónimos y de otros tantos de muchas nacionalidades que pudieron zafar de la barbarie y que no existirían para ninguno de nosotros si no fuera por su mano solidaria. Muchas de estas historias aparecen relatadas en el libro Chile roto, que publicaron en 1993 Graciela Jorge y Eleuterio Fernández Huidobro, y que sirvió también para homenajear a otros héroes poco reconocidos, como Julio Baráibar.
Belela lo hizo, según ha dicho en varias ocasiones, “con compromiso y compasión”, citando a Luis Perico Pérez Aguirre. “¿La compasión qué es? Es eso: es trabajar con pasión”, explica ella, didáctica, moviendo sus manos como para redondear el concepto.
Esa misma compasión nos trajo, rescatados de los antros del mundo, a presos sin condena del infierno de Guantánamo, que probablemente nunca hubiesen visto la luz y amortiguado en algo su drama si no fuese por los llamados telefónicos, insistentes, porfiados, irreverentes, de Belela, que aquella noche los esperó a las tres de la mañana en la base aérea de Carrasco y que, durante la acampada frente a la Embajada de Estados Unidos, iba todas las tardes a llevarles té y galletitas para que pudieran pasar el mal trago tomando algo caliente.
Con ella el país empezó a rever el derecho al refugio, el más humanitario de todos los derechos, en el sentido más literal: lo está volviendo a ver. Y si lo ve es porque Belela nos ha obligado a enterarnos de que este derecho no es abstracto aunque transcurra en los subsuelos o los alrededores, o detrás de pantallas o relacionado con distintos poderes. Así llegaron al país cientos de refugiados sin notas de color ni aparición en los informativos. Fue, otra vez, su voz la que alertó una y otra vez al gobierno de lo que al final terminó ocurriendo: la mediatización de los refugiados resta.
Por algo, en esa ley que redactó allá por 2006, durante su pasaje por la cancillería (la 18.076, del Derecho al Refugio y a los Refugiados), “impone” al Estado, en su capítulo quinto, artículo 10, respetar el principio de confidencialidad. Había que verla a Belela, angustiada, el día que las familias sirias fueron recibidas con cámaras y flashes.
Viene a cuento porque es la actitud lo que la envuelve como un aura. Uno la observa, tratando de descifrar qué es lo que la hace tan alta, tratándose la suya tan evidentemente de una estatura moral.
Las andanadas xenofóbicas contra los refugiados caen tan bajo, entre otras cosas, por el choque con la estatura moral de Belela. Es como si Uruguay presenciara en directo la escenificación de lo alto y lo bajo. Lo bajo son el fracaso de la Justicia, la falta de solidaridad por los motivos que fueren, la incapacidad de apelar al sentido común. Lo alto es Belela.
Una señora autoarrancada de la placidez y el confort de una embajada para internarse en parajes perdidos, en escondites del horror, en historias de un dolor intransferible. Esa señora es la que ahora viene a decirle a la sociedad uruguaya que lo que se creía que era el reino de la solidaridad, la Suiza de América de los derechos humanos, aún tiene mucho que hacer para desprenderse de otro mundo, mucho más abismal, incrustado en cierta herencia de la dictadura.
Puede cambiar el aumento de la lente o la posición de los prismáticos, pero de lo que sigue hablando hoy Belela Herrera es de los derechos universales. “Hermoso sería imaginar un mundo con muchas Belelas y más hermoso todavía sería que ese mundo fuera real, verdadero, visible y escuchado a pesar de todos los pesares. El buen toro de lidia se crece en el castigo, según escuché decir en tierras ibéricas; y mucho más se crece cuando el toro resulta ser tora, hembra más valiente y porfiada que todos los machos juntos”, escribía con razón Eduardo Galeano. “Belela, la grande”, la describe el texto que acompaña la foto que llega por Whatsapp desde el otro lado de la cordillera. El remitente sabe de grandezas.
Escribir en un diario es un privilegio y una profesión, un servicio a quien nos lee. El trabajo del periodista es sumar a lo que el público ya conoce. Ahora, mientras se teclea, suena imposible. O casi. ¿Qué se puede agregar a esas tres palabras separadas por una coma? Hay ocasiones en que los acontecimientos nos superan. Nos revelan, a su manera, la limitación de nuestros recursos.
Y otra vez no dejan de asombrar esa mujer y ese atributo que la vuelve alta: su temple, su conexión con una causa de profundidades insondables. En esas aguas interiores, ella se pone en contacto con su propio motor, que es el de la dignidad con mayúscula. La certeza sorprende, abomba, conmueve: Belela Herrera es la templanza. De eso están hechas todas las civilizaciones. Sin eso no se construye nada.
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