Página 12. 30 9 10. Por Irina Hauser
Una mañana de 1979 mi hermano entró en mi habitación con los ojos desorbitados: “¡Mamá está durmiendo con el tío Oscar!”, gritó. Yo tendría ocho años. El, siete. Juntos fuimos en puntitas de pie y espiamos desde la puerta. Mamá no estaba durmiendo con el tío. Era papá, que se había afeitado la barba. Esa barba tupida con la que siempre lo conocimos. “Qué extraño”, pensamos.
Gracias a que existe el feriado del 24 de marzo, hoy en las escuelas se habla de la última dictadura, incluso en los jardines de infantes. Así fue como mi hija de cinco años llegó a casa muy orgullosa de lo que había aprendido y me dijo: “¿Sabías que en la dictadura no dejaban a los varones usar el pelo largo, ni barba, ni dejaban escuchar cierta música, ni hacer arte?”.
Me quedé pasmada escuchándola y, como mencionó la cuestión de la barba, le conté la anécdota sobre mi viejo. Le divirtió, pero enseguida puso las cosas en su lugar: “Mamá, los dictadores eran muy malos, trataban muy mal a los que no tenían las mismas ideas que ellos”. Después se quedó pensativa. “¿Los dictadores van a volver? ¿Existen todavía?”, me preguntó.
El otro día una amiga me contó que su hija de cuatro años le había dicho lo mismo. La misma duda, el mismo temor. Con el agregado de una sensación de peligro quizá más palpable, ya que mi amiga es hija de desaparecidos. Mis cicatrices son otras, pero también están. Tardé años en entender el cambio de apariencia de mi papá, por qué me ponía a llorar cada vez que veía un militar, por qué en mi casa quemaban los libros, por qué me daba taquicardia pasar por el Regimiento Patricios.
Más allá de las historias personales, mi amiga y yo compartimos una sensación de alivio: por suerte, comentamos, les pudimos decir a nuestras hijas que la mayoría de los represores están presos. Y cientos están siendo enjuiciados, al fin. Qué bueno tener una respuesta tranquilizadora.
La semana pasada Angela Urondo, hija del escritor Francisco “Paco” Urondo y Alicia Raboy, me hizo notar que hay grietas que persisten. Una muy profunda está en Mendoza, donde en 1976 mataron a su papá y desaparecieron a su mamá.
En esa provincia los represores andan sueltos, los liberaron. Porque todavía hay jueces cómplices, que lo fueron durante el terrorismo de Estado y ahora intentan beneficiar a sus antiguos aliados. “Yo no me puedo ir de vacaciones a Mar del Plata pensando que en la sombrilla de al lado puede estar el hombre que torturó y secuestró a mi madre”, dijo Angela. Me estremeció. Me quedé pensando en todos los juicios que faltan. Y en cuánta gente repite últimamente que está harta de oír hablar de la dictadura.
“Quiero transmitirles seguridad a mis hijos, ¿cómo hago?”, planteó Angela en el Consejo de la Magistratura, que investiga a tres camaristas mendocinos por apañar crímenes de lesa humanidad. Uno de ellos, Luis Miret, dejó el cargo para evitar que lo destituyeran. Pero como la Presidenta todavía no decidió si acepta su renuncia, el jueves último lo suspendieron igual y lo mandaron a juicio político. Angela presenció la votación. Cuando volvió a su casa escribió en su blog: “La sensación es confusa. Parece felicidad, pero no es, es un poco menos de amargura”. Su blog se llama “Pedacitos”.
Ella, mi hija, mi amiga. Con sus palabras, me confirmaron la importancia de poder decirles a nuestros hijos (y a nosotras mismas) que ya está, ya pasó, ya pasó. Qué necesario es poder mostrarles que hay un cierre para esta historia. Todavía falta, y tal vez no estemos tan lejos.
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