Editorial. La República. 22 9 10
El país está a punto de quitarse de encima una mancha oprobiosa que lo estigmatiza y que conspira contra su imagen internacional, además de llenar de vergüenza a su pueblo.
Hemos soportado 24 años de vigencia de la tristemente célebre Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Una ley que consagró la impunidad de los violadores de los derechos humanos que actuaron bajo el régimen dictatorial durante los 13 años que hubimos de padecerlo.
Blancos y colorados pactaron esa impunidad para los terroristas de Estado a poco de haber recuperado la normalidad institucional. Con el retorno de la democracia, ocurrió una avalancha de denuncias y demandas contra los terroristas de Estado planteadas ante los estrados judiciales correspondientes.
Las citaciones a comparecer en los juzgados a los denunciados fueron celosamente guardadas en un coffre-fort por el entonces comandante en jefe del Ejército ¬más tarde ministro de Defensa¬ general Hugo Medina, quien se negaba a dar curso a dichas citaciones. Ese desacato de los mandos militares surtió el efecto deseado ya que generó el clima propicio para que la mayoría de la dirigencia de los partidos tradicionales hiciera suya la preocupación castrense y ayudara a instalar en la población el temor de un nuevo quiebre institucional.
Bajo ese clima atemorizador se celebró el plebiscito contra la Ley 15.848 en abril de 1989, con el resultado por todos conocido: la norma resultó ratificada por la mayoría del electorado.
A partir de entonces siguió un largo período de aplicación abusiva de la ley bajo los dos gobiernos de Sanguinetti y el de Lacalle, fundamentalmente, merced a una interpretación torcida y abarcativa que impidió el cumplimiento cabal del artículo 4º de la norma, disposición que obligaba a investigar el paradero de los detenidos desaparecidos y de los niños nacidos en cautiverio e indebidamente secuestrados por los terroristas de Estado.
Asimismo, se pretendió extender el manto de la impunidad incluso a civiles responsables de crímenes de lesa humanidad que habían sido excluidos del beneficio otorgado a militares y policías.
Más cerca en el tiempo, hubo declaraciones claras y contundentes de organismos internacionales que se pronunciaron de manera inequívoca contra la Ley de Caducidad, al tiempo que la Suprema Corte de Justicia hacía lugar a una acción de inconstitucionalidad. Estas circunstancias, unidas al hecho histórico de que unos cuantos esbirros emblemáticos habían sido procesados luego que el Ejecutivo se pronunciara expresando que no estaban comprendidos en la ley, llevaron a impulsar un nuevo referendo contra la Ley de Caducidad que tampoco obtuvo el caudal de votos suficiente para su derogación.
Pero ahora la presión internacional se hace cada vez más fuerte. Hay varias denuncias ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, entre ellas, la promovida por el poeta argentino Juan Gelman con motivo de la desaparición de su nuera María Claudia García, que obligan al Estado uruguayo a responder al respecto, por lo cual sería muy conveniente que el Parlamento eliminara de nuestra legislación una norma violatoria de preceptos incuestionables y contraria a pactos y convenciones internacionales ratificadas por Uruguay.
El Poder Legislativo tiene ahora la palabra. Deberá analizar y pronunciarse sobre el proyecto de ley interpretativa que el Frente Amplio presentará a la brevedad, por el cual se intenta enmendar la barbarie cometida en diciembre de 1986. Los partidos tradicionales deberán resolver si están dispuestos a un gesto de madurez y, por tanto, a acompañar la iniciativa, o si, por el contrario, prefieren mantener esa mácula oprobiosa que nos avergüenza.
Los votos para aprobar la ley interpretativa están. Sería altamente saludable que la oposición sumara los suyos.
--------