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martes, 7 de septiembre de 2010

Bibí: una historia de amor

La República. 6 9 10. Por Roberto Caballero (*)

Este 6 de setiembre se cumplen 39 años de "El Abuso" la histórica fuga de 111 hombres del Penal de Punta Carretas; 38 días antes - el 31 de julio-, 48 mujeres habían conquistado la libertad fugándose de la cárcel de Cabildo a través de las cloacas, el operativo se llamó "La Estrella".

Otros cientos de hombres y mujeres participaron de una u otra manera para que estos formidables esfuerzos culminaran con éxito. Vaya pues este pequeño relato como homenaje a todos ellos.-

Hay momentos en la vida de las personas que por su trascendencia pasan a ser determinantes para el resto de su existencia. Para Bibí, ese momento fue el 6 de setiembre de 1971.

Tenía diez años de edad y cursaba el 5º año escolar.

Tanto ella como sus hermanos menores sabían que no debían contar a nadie las reuniones que se hacían en su casa. Una madrugada habían llegado varias "tías", se quedaron muchas semanas, se tiñeron el pelo, les trajeron lentes, ropa, zapatos.

Algunas "tías" se fueron y vinieron otras.

Otro día llegaron los "tíos".

Los últimos diez fugados del Penal de Punta Carretas (de los cincuenta que Martín se había llevado a Shangrilá), entraron a la casa de Bibí cerca del mediodía.

Estaban embarrados, sucios de los pies a la cabeza, despeinados, de sus cuerpos se desprendía un olor realmente feo; se fueron sentando en el suelo, hablaban atropelladamente pero en voz baja, reían, se tentaban de la risa al punto que había que hacerlos callar, los ojos asombrados les saltaban de las órbitas, miraban incesantemente para todos lados. El "Goyo", el "Gordo", el "Vasquito", el "Ilambrito", el "Chino", el "Tío Quique", el "Mono", el "Negro", el "Pocholo" y el "Gaucho" reconstruían esa noche interminable.

Habían estado horas esperando para reptar por el túnel, subieron al camión, dieron vueltas por la ciudad, los coches de los transbordos no estaban, viajaron a Shangrilá para regresar a Montevideo en plena mañana, con la ciudad llena de ululantes patrulleros.

Llegaron sanos y salvos. Bibí los miraba callada, le hacían bromas, los miró uno por uno, eran muchachos jóvenes, muy jóvenes. Los ojos celestes de Bibí se detuvieron extasiados en el rostro de uno de ellos y se quedaron allí por el resto del día y de los días sucesivos.

Tardaría muchos años en darse cuenta que sus ojos celestes se habían detenido en ese rostro para siempre.

Aquella legión de embarrados eran lindos hombres. Los más jovencitos tenían rasgos delicados, muchos eran estudiantes de clase media. Pero Bibí estaba subyugada por el rostro que parecía lo habían hecho a puro hachazo. Y con su pelo hirsuto. Una mañana, mientras la madre le ajustaba la moña sobre la túnica almidonada, le preguntó su nombre: "Me dicen el Gaucho", contestó.

Algunos "tíos" se fueron y vinieron otros.

Casi todos eran como niños, jugaban con ella y sus hermanos. Hacían gimnasia y payasadas constantemente.

Ella reía, era feliz con aquella familia llena de "tíos".

Una tarde al regresar de la escuela, corrió como siempre a mirar al Gaucho... No estaba, se había ido como tantos otros "tíos". La rutina siguió, el tiempo transcurrió. Pasó a 6º grado hasta que una noche, mientras ella jugaba con sus hermanos en el medio del living, la puerta de su casa estalló en mil pedazos.

Como estalló su vida, la de sus hermanos y la de sus padres. Y la de las "tías" y "tíos".

Quedaron con la abuela.

Durante años fue a visitar a sus padres a la cárcel.

Creció, maduró, se desarrolló, se casó, tuvo una hija, se separó, se recibió de maestra. Empezó a militar con los demás familiares por la amnistía de los presos políticos. Sus padres salieron en libertad y comenzaron entre todos a reconstruir la puerta de su casa.

No fue tarea fácil reconstruirla. Ni tampoco la vida.

Pero faltaban los demás: aquellos lejanos "tíos".

Los recordaba uno por uno: el "Goyo", el "Chino", el "Tío Quique", el "Mono", el "Vasquito", el "Pocholo", el "Ilambrito", el "Negro" Darío, el "Gordo", el "Flaco", el "Egipcio", el "Petiso", la "Flaca", la "Gorda" y sobre todo al "Gaucho". Conversando con sus padres aquellos "tíos" empezaron a tener nombre y apellido. Ahora eran "compañeros".Hasta que un día otras puertas estallaron: las puertas de las cárceles se abrieron y salieron los últimos presos políticos.

Ese túnel había sido mucho más largo. De sufrir y recorrer. Como un rito sagrado y fraternal, volvieron a entrar a su casa. Esta vez no estaban embarrados, pero volvían flacos y pelados, con las arrugas de los años por afuera y por adentro.

Se sentaron alrededor de la mesa de su casa; volvían a reír con aquella misma risa fresca, a conversar atropelladamente, a recordar una y otra anécdota de sus vidas. Algunos vasos estaban servidos frente a sillas vacías. Algunos nunca más volvieron: el "Goyo", el "Tío Quique", el "Negro" Darío, "Pocholo".

Entonces lo volvió a ver. Otra vez sus ojos celestes -después de catorce años- se detuvieron en aquél rostro de hacha. Comprendió entonces que desde aquél lejano 6 de setiembre de 1971, desde aquella lejana niña de diez años hasta esa mujer de 24, había estado enamorada del Gaucho. Se casaron a pesar de las bromas, de los supuestos celos y las irónicas críticas de los demás compañeros:

-"Pero, ¿cómo te puede gustar el Gaucho?"

-"¿Qué le viste al Gaucho?"

Sólo ella lo sabe.

Sus ojos celestes no se han cansado de ese rostro de hacha.

Con el Gaucho tiene cuatro hijos.

* Del libro de Víctor Braccini y Roberto Caballero: "Un Puñado de Memoria", de pronta edición.-
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