Por Gonzalo Perera |*| La República. Martes 20 de julio de 2010.
"Algo se olía en 1982 que yo no lograba entender, pero como toda gurisa de 12 años la dejé pasar. Cumplí años el 9 de enero y mucho no se podía festejar, pero igual celebramos.
La historia comenzó tres días después, la madrugada del 12 de enero, con mi viejo ya levantado para ir a la fábrica. Golpes espantosamente fuertes en la puerta, como queriéndola tirar abajo.
Nos despertamos las tres hermanas, que dormíamos juntas; la menor tenía 3 años y la mayor 16. El jefe del operativo y varios milicos más subieron a nuestro cuarto y nos encañonaron. Mientras, otros rompían todo lo que podían en la casa, se llevaban las cosas, máquina de escribir, libros, discos de pasta etc. Entre los llantos del susto, me levanto y veo a mi madre vistiéndose y diciéndome que me quedara tranquila. No se por qué razón yo le dije: ¿Mamá, esta vez te llevan, verdad? ¿Adónde? ¿Qué va a pasar? ¿Es por un tiempo largo, no? Y ella contestó: Creo que sí Mariella, tú te diste cuenta, pero todo va a salir bien. Mamá le dio rápidamente directivas a mi hermana mayor de qué hacer. Traté de contener a mi hermana más chica que no entendía nada. Viví una sensación irrepetible: incertidumbre, no saber el destino, no saber nada, qué hacer con la hermana más chica, qué explicarle. Se llevaron encapuchados a los dos, a empujones.
No sabíamos si volverían o no. Tratamos de bajar y ver cómo se los llevaban, llorando, y ya todos nos miraban con ojos acusadores. Las tres quedamos solas, solas. Yo acompañando a mi hermana chica y la mayor que se subió a la bicicleta y se llevó todo lo que pudo a lo de mis abuelos, que más tarde vinieron, cocinaron, nos acompañaron. No supimos de nuestros padres por días.
Aquella niña que había cumplido 12 tiró las muñecas y comenzó una historia nueva. Mi vieja nunca me iba a ver con el uniforme del liceo que mi abuela me había hecho, ni tocar la flauta que me habían regalado el 9.
Al amanecer teníamos que hacer mandados y en la cooperativa ya todo el mundo lo sabía, eran corrillos, chusmeríos, los compañeros no nos saludaban, nuestros amigos no jugaban con nosotros, pocos fueron los que se acercaron...".
El relato le pertenece a Mariella. Ella lo escribió y es un pedazo mismo de su vida, memorias, dolores, crecimientos, amores. Así describe la detención de sus padres, por la fuerzas represivas de la dictadura militar.
Pero el relato le pertenece también al Uruguay, y nos interpela a todos los uruguayos. Porque hay una historia dorada en torno a la dictadura y, en construcción, una historia real.
La historia dorada, nos habla de una dictadura asesina instaurada a pesar de un pueblo, resistente, tenaz y luchador. La huelga del 73, el plebiscito del 80, las elecciones internas del 82, son buenos argumentos para abonar esta tesis. Pero es una visión parcial.
La historia real por cierto habla de dictadores asesinos y de heroicos militantes, mártires, resistentes. Pero también habla de muchos, muchísimos uruguayos, que ante el terror, optaron por mirar para el costado, ignorar, susurrar "algo habrá hecho" ante una detención y adoptar algún grado de complicidad con la dictadura. Estos uruguayos, ni monstruos ni héroes, no fueron "ellos" o "los otros". Fuimos nosotros, o nuestros padres, tíos, vecinos, amigos, etc.
La verdad no es agradable ni complaciente. A menudo nos remite a nuestras oscuridades y temores. A las zonas sombrías e incómodas de nuestras memorias. A nuestras pequeñeces y vergüenzas. Pero recuperarla es clave para la construcción del futuro.
Las dictaduras militares en el cono sur fueron diseñadas, preparadas y conducidas por el gran capital y en contra de los más dignos intereses populares. Pero encontraron diversos apoyos en las masas, en la gente de a pie, en el ciudadano común. Que acompañó a veces con su complicidad explícita y servil, pero que en muchos casos simplemente sumó su silencio, y su fe ciega a la verdad más cómoda que, naturalmente y como siempre, era la oficial, la que sale en la TV.
La historia del Uruguay se revisa cada 18 de julio con diversas lecturas, pero aún huele a tinta fresca, que salpica y mancha. La historia fundacional, la del país tapón inglés, garante de navegabilidad abierta de las codiciadas aguas de los ríos mayores del sur, celoso vigía frente a la expansión rosista en Argentina. La historia reciente, la de la democracia que se creía ejemplar que cayó once años frente a la atrocidad de la doctrina de la Seguridad Nacional. Pero que luego, y por dos veces, no quiso enfrentar a cara descubierta los horrores de su pasado. Que no otra cosa fue la derrota primero del voto verde y luego de la papeleta rosada. Mejor no mirar en el espejo del pasado, pues a lo mejor, podemos vernos a nosotros mismos de cuerpo entero.
La vida se hace desde el presente y hacia el futuro. Pero reconociendo el pasado con humildad, lo mucho o poco, grueso o fino, espantoso o inevitable de nuestros errores. Las sociedades son entidades humanas y los humanos somos tierra y agua, barro con aliento divino según el mito bíblico, pero barro al fin. Y con barro es posible edificar, pero reconociéndolo en su textura real, no soñándolo hormigón o acero.
El relato de Mariella, el de los hijos de los detenidos, de los que recibieron en primera persona del singular el descrédito, las ganas de creer lo inverosímil o no ver lo evidente, la capacidad de olvidar y aislar al que vive al lado, nos arroja al rostro un relato muy profundo y matizado. Con heroísmos, ciertamente. En muchos casos, indeseados, como el de Mariella y su familia. Que ciertamente habrían preferido ver el uniforme liceal preparado por la abuela, qué duda cabe. Y con miserias. Como las de quienes les rehuían y las criticaban en voz baja. Y de humanidad con claros y oscuros, como los de buena parte de la población que aún no ha asumido su actitud ante la dictadura.
Aún hoy, el plebiscito del 80 huele a milagro. Pero más del 40% de los votantes apoyaron el "SI" al proyecto de perpetuación dictatorial. En ese momento, varios cientos de miles de uruguayos apoyaban el proyecto pergeñado por el gran capital y los militares. Apoyos que luego se quebraron como la marciana tablita. Bien cabe sospechar que no fue por los desaparecidos ni los detenidos. Ni por los hijos de los detenidos, que en varios casos vieron su vida literalmente destrozada, material y espiritualmente. En muchos uruguayos, la oposición final a la insanía fascista parece fruto del deterioro del bolsillo propio, agujereado y descocido por los Chicago Boys.
Fueron tiempos duros. No condeno genéricamente. Pero necesitamos hacer luz y verdad sobre ese pasado. Es posible romper el velo que tejimos y nos priva de un futuro sano. El obstáculo es en parte una ley vergonzante, pero su doble aval en las urnas indica que el verdadero velo es ante todo una actitud, una cultura de maquillaje de nuestras vergüenzas.
El ser humano crece aún desde sus miserias, si las asume y de ellas aprende. Podemos, como colectivo hacerlo. Con el reconocimiento de relatos simples, inapelables e ineludibles como el de Mariella. Que ninguna ley podrá decretar su caducidad. Relatos que nos devuelven, desde los ojos de la niña que debió tirar las muñecas para declararse grande sin desearlo, las más verdaderas, a veces oscuras, pero imprescindibles facetas de nuestra real historia.
|*| Analista y matemático.